Mayte Alcaraz

Rajoy; o no

Mayte Alcaraz
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Alguien que siempre se levanta a las siete, que hasta las ocho menos cuarto hace cinta, que a esa hora se ducha (veinte minutos bajo el agua) y que de ocho a ocho y veinte desayuna con sus hijos solo puede ser un hombre como tantos. Un tipo normal. Condenadamente normal. Endiabladamente normal. Tan normal, que encorajina a cualquiera. Y no es para menos. Saca de quicio al más pintado. Si además lee el Marca y hace alarde de ello; ve fútbol con un padre que ya no cumple los noventa; le pega un cachete al niño cuando se pasa de gracioso; o le espeta a los compañeros lo de «joder qué tropa» cuando le tocan innecesariamente las narices… pues pasa lo que le pasa a Mariano Rajoy

: que ni la corrupción, ni los recortes, ni el descrédito, ni los dientes afilados de las televisiones podemitas, ni haberse negado a concurrir a la investidura por no contar con los apoyos suficientes, ni los ataques de su mentor reconvertido en feroz enemigo, han podido con él.

Cuando hasta en su propio equipo le criticaban tras la puerta por el inmovilismo con el que contempló los destrozos del voto fragmentado del 20 de diciembre, resultó que tenía razón. Los dos partidos que más se movieron -PSOE y Ciudadanos-han terminado no saliendo en en la foto del CIS. Él, sí. A duras penas mantiene los escaños, pero los mantiene al fin. La última tara que le han encontrado sus adversarios es que ha reeditado con Iglesias la pinza que tan buen resultado le dio a su examigo Aznar con Julio Anguita. Pero «a uno de Pontevedra», como le gusta titularse, la lluvia de junio le resbala incluso más que la de diciembre.

Si hay un gremio al que desprecie intelectualmente ese es al periodístico. Cree que no hay uno bueno dentro de la profesión. Tanto rechazo le llevó a perder la partida de la propaganda por incomparecencia, durante los largos años de la crisis, en La Sexta, mientras la barra libre era para Iglesias, sobre todo, y las migajas para Rivera y Sánchez. Allí exprimieron bien sus contrincantes la angustia que despertaba en la mayoría de la población la recesión que cocía en los pucheros de las teles con un puñado de la sal que aportaban los Bárcenas, Rato y Granados. A Mariano Rajoy no se le esperaba. Eso era cosa de desocupados que no tenían que hacer frente a una galerna de las de no te menées, con los hombres de negro dispuestos a venir Pirineos abajo y tomar el puente de mando.

Mientras los reinos de taifas se han multiplicado en el PP al más puro estilo Rajoy -los «sorayos» contra los «cospe»- él también ha cultivado un grupo de amigos -el G-8- que controlan el Consejo de Ministros y a los que azuza contra la vicepresidenta cuando ella cree tener más poder del que él le ha otorgado. Es su peculiar manera de repartir los garbanzos del poder. Pero el cocido, que nadie lo olvide, lo reparte él. Y por si alguien se ha despistado creyéndose ungido para sucederle, hace unos día recordó que «todavía no tiene un sucesor claro». Nadie sabe si habrá o no dedazo, pero está claro que si lo hay será el suyo y sobre alguien que no saque demasiado la cabeza.

Uno de sus mejores amigos en la UE es Passos Coelho al que la izquierda portuguesa, como quieren hacerle a él, le comió la tostada. El bueno de Passos le mandó un mensajero para advertirle que no se sometiera a la investidura porque le iban a despedazar. Eso y su inocultable antipatía por Pedro Sánchez hicieron el resto. Que se la pegue él. Pista al artista, dijo en privado Rajoy sobre el líder socialista del que desdeña su egocentrismo. Ahora Albert Rivera también ha conseguido torcerle la barba desde que en el debate a cuatro le puso puente de plata para que abandonara en manos de otro la dirección popular. Antes solo, que mal acompañado, susurra desde algunos días a su amigo Moragas para que no intrigue sobre acuerdo alguno con Ciudadanos. El superviviente de la política española está con ganas de enterrar a todos sus púberes rivales el 26-J. Aunque algunos dicen que lo que se oficiará ese día será su propio funeral.

Y cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí. O no.

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