NIETO

La quiebra de las pensiones

«Los españoles deberíamos sustituir el reparto de las pensiones por la capitalización individual. La experiencia indica que bastaría con que cada titular apartase un diez por ciento del salario –poco más que el siete por ciento que contribuyen los trabajadores hoy en España–. Lo ahorrado e invertido para su pensión pertenecería a cada trabajado»

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Los sistemas de pensiones son de dos tipos: capitalizados o de reparto. El de España es principalmente de reparto, pues las pensiones son un "timo de la pirámide", igual que el de doña Baldomera Larra en el siglo XIX, o los de Madoff y el Fórum Filatélico en el XX: necesita un número creciente de cotizantes para atender a sus compromisos y evitar que la pirámide se derrumbe.

Al oír que sus pensiones corren peligro, muchos jubilados exclamarán: "¡Pero si he ahorrado toda mi vida para tener derecho a una pensión…!". Se engañan. El dinero que han aportado durante su vida laboral ya no existe, se ha gastado en su totalidad. Las contribuciones a la Seguridad Social no se acumulan ni ahorran para el futuro; se aplican al pago de las prestaciones del momento.

La esperanza de los actuales cotizantes de cobrar una pensión cuando se jubilen se basa en un pacto tácito con las generaciones venideras de que ellas a su vez estarán dispuestas a financiarles la pensión con sus contribuciones. Es un sistema de palabra de honor.

La situación es incluso peor de lo que parece a primera vista, pues la Seguridad Social solo mira el día a día de los ingresos y gastos y no evalúa el monto de sus compromisos futuros. Si la caja no alcanza, se acude a la "hucha"; y cuando esta se vacía se emite deuda, cual nos dice el Gobierno que ocurrirá a mediados del presente año. De esta forma no se aprecia toda la gravedad de la situación porque no se toman en cuenta los compromisos futuros de la Seguridad Social, que superan sus previsibles ingresos venideros. Si a esta carga se añade la del sistema sanitario público, es previsible que el déficit público siga multiplicándose hasta niveles insostenibles. El profesor Jagadish Gokhale, del Institute of Economic Affairs de Londres, llama esta deuda implícita "el iceberg de la deuda pública" del Estado del bienestar. En el caso de España, ha calculado que si no cambiamos el déficit anual no declarado por pensiones y servicios sanitarios podría equivaler a un 13,8% de nuestro PIB, año tras año –bien lejos del 3% máximo que fija la UE.

Incluso sin tomar en cuenta todo el "iceberg" de la política social, las pensiones de reparto están en grave riesgo por dos circunstancias. Ya he mencionado la primera, y es que las generaciones futuras puedan negarse a satisfacer las expectativas de los actuales cotizantes. La segunda es más acuciante: a medida que se amplían los años de vida escolar y se alarga nuestra esperanza de vida, los contribuyentes a la Seguridad Social forman una proporción cada vez menor respecto de los jubilados, un poco más de dos afiliados por pensionista. Para remediarlo la Unión Europea propone reducir la pensión efectiva retrasando obligatoriamente la edad de jubilación. Es una medida que va contra la corriente de la historia. El avance de la productividad a lo largo de un siglo y medio ha permitido reducir la jornada de trabajo y ampliar las vacaciones en los países adelantados. De igual manera, la mayor productividad debería permitir que los individuos pudieran jubilarse anticipadamente si lo desean y les conviene. Esto es imposible con un sistema de reparto.

Los defensores de las pensiones públicas de reparto se escudan en el poder fiscal del Estado. Siempre será posible, dicen, financiar las pensiones con más impuestos generales, si no alcanza a cubrirlas el impuesto sobre el empleo que son las cotizaciones de la Seguridad Social. Incluso hay quienes piden que la Constitución garantice el pago de las pensiones y la salud públicas con cargo al erario público. Imaginemos el efecto de tener que financiar un déficit público cuatro o cinco veces el hoy permitido. Ello supondría agravar los efectos negativos de la fiscalidad bajo la que ya gimen empresas, trabajadores y consumidores.

Los españoles deberíamos sustituir el reparto de las pensiones por la capitalización individual. El sistema de capitalización de las pensiones se inició con éxito en Chile hace treinta y cinco años y después se ha extendido a más de treinta de países. La experiencia indica que bastaría con que cada titular apartase un diez por ciento del salario –poco más que el siete por ciento que contribuyen los trabajadores hoy en España–. Lo ahorrado e invertido para su pensión pertenecería a cada trabajador. Culminada la reforma, las empresas verían notablemente reducidas sus contribuciones (en España otro 21% sobre el salario), con un efecto muy positivo sobre el crecimiento nacional. Los propios fondos de pensiones, al colocar esos ahorros diversificadamente, también animarían el crecimiento.

No pretendo minimizar las cuestiones que plantea el paso del reparto a la capitalización. Así, en la medida en que los trabajadores ahorren para su propia pensión y no para las pensiones de los jubilados de cada momento, habrá que atender las legítimas expectativas de los afiliados en el marco del sistema actual. También habrá que garantizar una pensión mínima a quienes no hayan ahorrado lo suficiente para jubilarse holgadamente. Y habrá que vigilar la gestión de los fondos de capitalización y mantener la competencia entre ellos para evitar desfalcos. Todo esto y más se estudió para España hace veinte años, cuando el Círculo de Empresarios invitó a José Piñera a escribir una detallada propuesta de reforma, que luego desgraciadamente no se puso en práctica. Entre las manos solo nos quedaron las soluciones a corto plazo del Pacto de Toledo. Valdría la pena repetir aquel estudio, pues la reforma de las pensiones no solo es posible, sino que es necesaria.

*PEDRO SCHWARTZ ES SECRETARIO DEL THINK TANK CIVISMO Y ACADÉMICO DE NÚMERO DE LA REAL ACADEMIA DE CIENCIAS MORALES Y POLÍTICAS.

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