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Final Roland GarrosEl mejor Nadal para el décimo Roland Garros

En una exhibición sin precedentes, el español destroza a Stan Wawrinka en la final y redondea su maravillosa hazaña en París

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Tumbado en la tierra de París, llorando como aquel niño que fue en 2005, Rafael Nadal cuenta hasta diez, impresionante la hazaña que le lleva al infinito. El décimo Roland Garros no tiene comparación casi con ninguna otra gesta, una barbaridad que conmueve a los 15.000 espectadores que comparten esas lágrimas de emoción porque presencian algo que no nunca han visto y que nunca volverán a ver, no al menos en estos tiempos. Es la gesta de un tenista superlativo, héroe por los resultados y por cómo los consigue, humano y humilde porque así ha entendido la victoria y la derrota. En la Philipe Chatrier, en dos horas y cinco minutos, Nadal destroza a Stan Wawrinka por 6-2 y 6-3 y 6-1 y entona el alirón como merece, conquistado el corazón de los franceses de por vida. Bravísimo, Nadal.

Lo hace en una final con menos épica de la necesaria, casi descafeinada porque Wawrinka sabe que tiene un porcentaje ínfimo de opciones. La estadística, que le recuerda que ha ganado tres de tres en finales Grand Slam, no sirve para nada esta vez porque enfrente está Nadal y porque esto es París, una ciudad con dueño desde hace más de una década. Se trata, pues, de ensayar el discurso de subcampeón y dar las gracias a los recogepelotas, autoridades y patrocinadores de la manera más aseada posible.

Y eso que el encuentro empieza mal, feo, con una secuencia de juegos que no emociona a nadie. Tiene Wawrinka la primera bola de break en el tercer juego, desperdiciada porque el saque del mallorquín funciona básicamente cuando es necesario. Tiene Nadal cuatro en el siguiente, incapaz de cerrar el puño porque le pega lejísimos de la línea, poco ajustada la derecha, sin tempo. Bueno, ya llegará, piensa Nadal. En 24 minutos, 2-2, parece que va para largo.

Nada de eso, no en 2017. Nadal ha ido superando etapas con una rapidez asombrosa y alza el trofeo después de ceder únicamente 35 juegos, que se dice pronto. Justo a partir de ese instante ya comentado, el zurdo se empieza a desperezar y pone el turbo rompiendo dos servicios de Wawrinka de manera consecutiva para, en 42 minutos, firmar el 6-2.

Se entiende ese set como medio partido, pues en los 18 duelos previos entre ambos (15-3 para el español) siempre ha cantado victoria el que golpea primero. A Wawrinka le delata su rostro y desconecta, está fuera, perdido en un mar de reflexiones que no esconden nada bueno. Sabe que va a perder, y es cuestión de tiempo estrechar la mano de su rival. Es Nadal.

Como el balear va entrando en calor, la final deja de tener sentido. A Nadal ya le funciona algo mejor el saque, le corre la derecha y ese revés, del que poco se habla, hace daño cuando abre pista. A Wawrinka no le gusta nada tener que moverse, jugador de golpes sensacionales en estático, y en un periquete ve cómo el marcador le dice que va 6-2 y 3-0 abajo. ¿Es posible el milagro? Nunca se ha visto, así que se descarta una respuesta afirmativa.

El suizo, fatigado porque en semifinales se pasa cuatro horas y media discutiendo con Andy Murray, muerde la bola, se desespera, no sabe qué hacer. Le pega duro, en eso no hay reproches, pero la pelota siempre vuelve, a veces de manera incomprensible como cuando Nadal, a la carrera, suelta un derechazo alucinante que va directo a la escuadra. Como no se puede hacer más, toca aplaudir: «¡Olé, Rafa!».

Lo mejor de Nadal es que no hay ni un ápice de relajación, más bien todo lo contrario. Se ha disparado y ya no hay quien le pare, cada vez más entonado, cada vez más campeón. Las cejas en tensión, mirando a la presa, oliendo la sangre, oliendo el décimo. Wawrinka parece un corderito y destroza su raqueta. Descanse en paz.

Ya en el tercer capítulo, el español rompe nada más empezar y la organización va serigrafiando el nombre en la copa, aunque seguramente estaba puesto desde el primer día. Benoit Paire, Robin Haase, Nikoloz Basilashvili, Roberto Bautista, Pablo Carreño, Dominic Thiem y Stan Wawrinka caen sucesivamente y, en cierto modo, podrán presumir de ser historia del tenis, pues estuvieron en el camino de Nadal a la décima. La décima, cómo suena.

Llega de la tierra, y significa todo. Hacía tres años, desde 2014, que Rafael Nadal Parera no alzaba un grande, y ya son quince en la colección, a tres de Roger Federer en esta reanudación de la carrera para ver quién logra más muestras. Son 53 títulos en tierra, más que los 46 que suman los otros nueve miembros del top 10 juntos. Son dos manos repletas, sin que sobre un dedo, uno más que los nueve de Martina Navratilova en Wimbledon y los 11 de Margaret Court en Australia. Son, en definitiva, noticias que emocionan porque el deporte está también para esto. Además, el triunfo impulsa a Nadal al número dos del mundo, siguiendo desde ya la estela de Andy Murray.

El epílogo es un recital del mallorquín, con puntos para recordar. Es cierto que Wawrinka lleva rato dimitido, pero esos golpes del zurdo embellecen el éxito para cuando se recuerde en cientos de años. A las dos horas y cinco minutos, Nadal se reboza en la tierra, mira a su palco y se siente feliz, se siente único. París es suyo. París es suyo diez veces.

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