Luis Ventoso

Profesionales

En la madrugada del sábado oleadas de personas exultantes rebosaban de las bocas del metro del centro rumbo a Cibeles. Gente de toda edad y condición festejando la asombrosa racha de éxitos del Real Madrid, que en la era Florentino ya colecciona cinco Champions, aunque ni así le faltan detractores, porque España es la meca del hípercriticismo, donde nada se da por bueno. Muchas de las personas que navegaban eufóricas por la noche primaveral madrileña vestían camisetas blancas con el nombre de Ronaldo, entre ellos un porrón de niños, o una docena de muchachos sudamericanos que me crucé, todos con el Fly Emirates en el pecho y el preceptivo 7 de Cristiano a la espalda.

Ronaldo ya tiene 33 años. Muchos para un futbolista que basa su éxito en un físico explosivo. Es un profesional admirable, un obseso del cuidado de la máquina que lo ha hecho único y multimillonario: su cuerpo. Viene de muy abajo, de una casa humildísima en Funchal, en la isla de Madeira, con cuatro hermanos apretujados en el mismo dormitorio y un padre jardinero derrotado por la botella. Con solo quince años ya estaba en Lisboa búscándose la vida y sufrió una operación de corazón. Con 18 emigró a conquistar Mánchester. Existe consenso en que es narcisista hasta lo risible, un ególatra con un innegable puntillo hortera. Pero se curra a pulso los 21 millones netos que cobra por temporada (amén de los más de cien por publicidad). A Cristiano lo adornan dos grandes méritos: su profesionalidad y su pelea constante por ser todavía mejor. Cumple en la cancha todo lo que promete su logo.

Dicho lo anterior, el sábado hizo el imbécil a gusto cuando nada más ganar su equipo su tercera Champions consecutiva se desmarcó con unas declaraciones hirientes para sus seguidores, dando a entender que quiere dejar el Real Madrid. No fue la hora adecuada ni el tono correcto para una salida así (en realidad busca que igualen su sueldo con el de Neymar en el PSG). No fue la única nota chirriante. Bale, en lugar de celebrar con alegría que por fin ha rendido como se esperaba de él, también convirtió la fiesta en un reproche.

Ronaldo y Bale son dos extraordinario profesionales, de lo mejor del planeta en lo suyo. Pero seremos ingenuos si esperamos de ellos -o de todos los demás- amor a los colores, esa pasión inexplicable que sentimos los aficionados por el escudo de nuestro club. Asumámoslo: su único criterio para elegir un equipo u otro es que los ponga en el mapa, y, sobre todo, que les pague extraordinariamente. Y es lógico, el fútbol es un negocio de entretenimiento. El día en que Figo pasó del Barça al Madrid y besó su nueva camiseta con idéntico lagrimeo -impostado- que la anterior, mi manera de ver el fútbol cambió para siempre; se apagó el vínculo sentimental con el asunto. Sigo queriendo que los equipos que me gustan ganen -aunque mi Dépor no da una-, pero ahora cuando repaso la clasificación de la Liga me parece que estoy contemplando las cotizaciones del Ibex 35. Algunos les llaman «mercenarios». No lo comparto: son profesionales, y muy buenos. Pero alquilan sus piernas, no su corazón.

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