David Gistau

Bailar apretado

David Gistau

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De niño me llevaron una vez a ver pasar la Vuelta en algún tramo de la sierra de Guadarrama. Hablamos de cuando en las chapas me pintaba siempre el “maillot” de José Luis Laguía e idolatraba a los escaladores como si fueran “maquis” por otros medios. Los rodadores de las llanuras me interesaban menos: más atractivo hay siempre en lo montaraz. Mientras pasaba el pelotón, los ciclistas arrojaban cosas, entre ellas algunos de sus bidones de agua, supuse que vacíos. Me pareció un recuerdo extraordinario para llevarme a casa y corrí a hacerme con uno. Cuando lo abrí, resultó que estaba lleno de pis. En ese instante, algo se me rompió para siempre con el ciclismo.

El hecho de que algún ciclista se hubiera aliviado así para no parar me llenó de preocupaciones fisiológicas con las que tal vez derribé los ídolos y les descubrí la dimensión humana. Y más cuando, durante el viaje de vuelta, mi padre me contó que de Bernard Hinault se decía que una vez llegó a meta cagado hasta las corvas para no perder la colocación en una escapada buena. He ahí un predador, me dije. Bahamontes paraba en las cumbres para comer helado y este animal se caga encima para no regalar un metro a nadie. Seguro que no frenaría ni para socorrer accidentados. De haber sido ciclista, en caso de que me hubiera sobrevenido un apretón en la escapada determinante antes de los Campos Elíseos, un exceso de pudor y de educación burguesa me habría hecho preferir perder hasta el Tour con tal de sentarme a cagar en un inodoro perfumado, bien provisto de papel y con un revistero a mano. Aunque el jefe de equipo me aporreara la puerta durante todo el proceso. Es verdad que los campeones son de otra pasta.

No sé muy bien qué pensar del apretón de Sergio Ramos en Ipurúa. Es verdad que él lo ha explicado con una gran espontaneidad que se nos antoja más natural y grata que el permanente control de imagen de otros futbolistas como CR7. “Me dio un apretón”, y ya está. Reclamo corporal, satisfacción inmediata y seguimos con nuestras vidas. Acabo de terminar de leer el libro de Bowden sobre la ofensiva del Tet y ahí cuenta que los “marines”, con tal de no exponerse a los francotiradores en los agujeros que se excavaban, cagaban y meaban en el casco y luego, como silbara un proyectil de mortero, se lo ponían en la cabeza sin que les importara demasiado el goteo. Así que no vamos a andarnos con remilgos. Por otra parte, me parece un detalle muy sobrado y jerárquico, muy de veterano, eso de sentir el apretón en pleno partido y decir a los compañeros: “Aguantad sin mí un rato. Voy a plantar un pino y ahora vuelvo. ¿Alguien tiene un libro de Kierkegaard?”. Es un modo delicioso de burlarse de esos preceptos viriles según los cuales un partido no se abandona ni aunque te hayan saltado tres dientes de un codazo o tengas la camiseta tan impregnada de sangre como Terry Butcher en aquel partido con Inglaterra que empezó de blanco y acabó de rojo. Vamos que, en una Liga perdida, tampoco hacía falta quedarse en el campo para acabar cagado como Bernard Hinault. Ese alarde heroico no era necesario. Se lo pediremos a Sergio en los cuartos de final de Champions.

Lo que no puedo negar es que desde ayer no paro de preguntarme si, con las prisas, Sergio Ramos se lavó o no las manos. Mira que luego estrechó las de los árbitros y todo el Éibar y eso es un foco de bacterias tremendo. Igual ni se limpió y ello daría una explicación al que durante muchos meses ha sido uno de los grandes misterios del fútbol contemporáneo: cómo se las arregla Sergio Ramos para rematar casi siempre los córners llegando libre de marca. Estas cosas intento que las comprenda mi mujer cuando le digo que al niño no hay que echarle colonia justo antes de saltar al campo, donde debe hacerse temer.

Un apretón, dice. Menos mal que lo que ocurre en el vestuario se queda en el vestuario. Al menos, hasta que alguien tira de la cadena.

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