Mayweather-McGregor

Las 50 sombras de Floyd

El «show» menor con McGregor solo sirvió para redondear el 50-0 con el que Mayweather supera a Rocky Marciano

Mayweather golpea a McGregor AFP
David Gistau

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La plaza de toros de Barcelona albergó en 1916 otro combate excéntrico entre Arthur Cravan, poeta, vividor, supuesto sobrino de Óscar Wilde y fundador en París de la revista contracultural «Maintenant», y Jack Johnson, vencedor de Jeffries, o sea, de la «Gran Esperanza Blanca» de Jack London, que venía huyendo de los Estados Unidos donde iban a encarcelarlo por acostarse con una mujer blanca. Mejor dicho, con infinidad de mujeres blancas. Para no decepcionar a quienes habían pagado entrada, a Johnson le pidieron que mantuviera en pie a Cravan hasta el sexto asalto. Eso hizo. Lo ayudó incluso a creerse boxeador un ratito. Pero no le concedió un segundo más.

Me malicié una concesión parecida, y por el mismo motivo, de Mayweather a McGregor en el arranque de su pelea. Es verdad que McGregor se veía enorme y pesado al lado de Floyd y que sacaba provecho, para mantener lejos al americano, del largo alcance de sus «jabs», de algunos peligrosos «uppers» de contra y de una incomodísima, peculiar guardia muy perfilada y algo descuadernada, parecida a la de Danny Kaye interpretando al «Asombro de Brooklyn». Pero la desidia de Mayweather era excesiva. Así como la tranquilidad de su esquina durante los minutos de descanso, en los que no progresó ninguna inquietud por la que hubiera siquiera que ponerse a hablar a pesar de que la pelea había arrancado más enmarañada y difícil de lo previsto. Agréguese a esto que McGregor ensució los «clinchs» (a los que terminaría agarrándose como un náufrago a una tabla) con feos golpes collejeros e incluso en la nuca.

Pero Mayweather respiraba demasiado lento. Podía ser que le pesaran los dos años de retiro, a pesar de haberse mantenido cuajado mediante la organización de combates privados en su gimnasio. Podía ser que estuviera teniendo con los espectadores la misma cortesía que Johnson. O podía ser, simplemente, que hubiera decidido deshinchar de a poquito a un McGregor obligado a mantener, para eludir la distancia corta, una cadencia de golpes y un dinamismo imposibles a doce asaltos. Mayweather siempre fue inteligente, siempre manejó las peleas e hizo lo que le convenía, a menudo contra el sentido del espectáculo que le exigía el público, o sea, contra el público.

Ataque torrencial

Cruzada la frontera del cuarto asalto, Mayweather dio ese paso adelante que habría demorado y comenzó a ligar combinaciones que nos recordaban... a Mayweather. Se desencadenó, empezó a pelear en aluvión, sin apenas resguardarse, con una voluntad ofensiva impropia de su estilo, donde el cerebro siempre mandó más que los testículos: por eso bromeó McGregor diciendo que iba a sacarle el mexicano que lleva dentro. Mayweather diría luego que ese ataque torrencial debía compensar a los espectadores que se sintieron estafados cuando escatimó golpes contra Pacquiao. Esto hay que interpretarlo como lo que de verdad significa: Mayweather no tenía respeto por McGregor y no temía su pegada, por eso se metió en la corta y se descuidó adrede para conectar muchos golpes, mientras que contra Pacquiao jamás habría asumido el riesgo de hacerlo. Ni contra Maidana. Ni contra De La Hoya. Ni contra ningún boxeador en serio como los que le han servido para cincelar una leyenda a la cual la noche del sábado no aportó nada, más allá de redondear el 50-0 con el que supera a Rocky Marciano.

En ese sentido, el «show» menor de estas semanas no debe hacernos olvidar que se retira un boxeador gigantesco que pasó por la trituradora a todos sus contemporáneos. Hubo un instante significativo en el 9 cuando, después de encajar una combinación tremenda de directo y gancho, McGregor miró hacia arriba para comprobar cuánto tiempo le faltaba para respirar en la esquina. Vio que aún debía aguantar 1:22 minutos y se le puso cara de estoy acabado. Su cansancio era muy visible, no lo disimulaba, no lo controlaba, boqueaba como un salmón expulsado del río por un oso, lo cual estimulaba aún más las acometidas de Mayweather, que no parecía ni haber roto a sudar. Cuando el árbitro paró la pelea en el 10, McGregor, agarrado a las cuerdas como los borrachos de John Ford a la barra de la taberna, le dijo al árbitro: «No he caído». Era difícil saber si protestaba y reclamaba seguir o si lo manifestaba como una hazaña, la única posible para él.

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