La inspiración de Ferrera en «la corrida más larga del mundo»

Sale a hombros en la Feria de Olivenza con Castella y Perera en un festejo de tres horas con bondadosos zalduendos

Antonio Ferrera pasea dos orejas Ruedo de Olivenza

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Qué importante es el sentido de la medida, el valor y el respeto al tiempo . Y este se nos escapaba en una corrida matinal interminable: de los 120 minutos «ideales» a los 173 que se marcaban cuando se arrastraba el último. Y multipliquen eso por dos o por tres para contar la cantidad de muletazos que nuestros ojos vieron. La memoria olvidará la mayoría pronto, pese a la indiscutible entrega de la terna. «¡Qué sopor, es la corrida más larga del mundo!», exclamó un espectador en el palco. A lo que una señora replicó: «Pues a mí me están gustando, son muy trabajadores». Dicho queda, aunque hubo también g otitas de inspiración de los artistas.

Y estas brotaron en el cuarto, con Antonio Ferrera como creador de una obra para sí mismo y que cameló al personal. Cautivó cuando se sacó por faroles del caballo a «Zambullido», un toro de Zalduendo bondadoso y de poca casta, tónica general del conjunto ganadero, que pese a su poca emoción, «se dejó y sirvió». Variada la faena del extremeño y, sobre todo, personalísima. Sorprendió con la muleta por delante del cuerpo sobre las dos manos, su ferrerina particular, como prólogo a un par de series. Se gustaba el torero, unas veces más abandonado, otras más forzado. Siempre dominador de la escena. El toro, de tan bondadoso, parecía una hermanita de la caridad. Cuando ya se rajó, en esos terrenos de tablas, hubo pases de yema y vuelos, aroma. Con el postre a punto de caramelo, la estocada desembocó en las dos orejas.

Al serio primero le costaba humillar una barbaridad. Ferrera consiguió que se tragara los muletazos, pero a veces se revolvía, con momentos de peligro. Cero entrega del zaduendo y oficio del torero.

Castella brindó al público una obra prologada con su clásico cambiado por la espalda. Muy cerca se lo pasó el francés, que continuó a derechas con temple. Había materia manejable para recrearse en la faena. Con inteligencia, la figura de Béziers lo oxigenó entre tanda y tanda. Midió las distancias e intercaló ambos pitones. Ya con el buen toro más apagado y en vísperas de rajarse, trazó unos naturales en distancias más cortas y abrochó con un desplante a cuerpo limpio. Parecía el final, pero se marcó otro innecesario por manoletinas. Y, claro, sonó un aviso. Perdón, dos. Suya fue la primera oreja. Otra más logró en el quinto, que se dejó mucho, en un largometraje con momentos de templanza y entrega.

Cuando salió el tercero, ya llevábamos una horita de festejo. Para colmo, el titular se lesionó tras el último par de Ambel y, ¡ya con el tercio cambiado!, asomó el pañuelo verde . Perera -que entró en una de «sus» ferias por la vía de la sustitución (por Emilio de Justo)– corrió turno y comenzó de rodillas, con dos pases cambiados por la espalda. Le costó incorporarse, menos mal que el zalduendo rebosaba bondad. Perera, en redondo , trazó rondas infinitas en todas las direcciones posibles. Cuando tomaba el pulso al natural, perdió las telas, pero continuó con la muleta a rastras. Hasta que se aburrió el toro y enterró la espada. El sexto, que era el sobrero, traía otro aire, más bastote, a la defensiva a veces. Con enorme capacidad, el torero de La Puebla del Prior lo metió en vereda con técnica perfecta y mucho mando y el toro pareció también bueno, aunque, cómo no, se rajó. Se pegó un arrimón en su meritoria labor y se ganó otra oreja que le aupaba a hombros con sus compañeros al filo de las tres.

Cuánta no sería la hartura, que muchos de los que no se pierden una salida a hombros ni bajo un diluvio, abandonaron la plaza mientras arrastraban al último. No le faltaba razón al espectador del palco: «La corrida más larga del mundo». Y en dos horas y media, tocaba la vespertina.

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