Goce de Castella en la vuelta de Ureña a Albacete

La figura francesa triunfa con el último gran «Zapatillo» de su temporada

Sebastián Catella gozó del pitón zurdo del cuarto toro de Montalvo Alcolea

Rosario Pérez

Aquí se muere de verdad porque se vive de verdad. Esa es la realidad sin elipsis de los ruedos. Hay tantas formas de morir como lances, tantas maneras de entregarse como muletazos. Todas viviendo. Porque si de algo saben los toreros es de vida. Un año y tres días después, curiosamente en el decimotercer aniversario de su alternativa, Paco Ureña regresaba al escenario donde un toro le arrebató la luz del ojo izquierdo. Todo eran sombras entonces, y no solo por la ceguera: hubo un tiempo en que era la existencia misma la que peligraba. Solo Ureña y los suyos conocen de cerca aquel calvario, alfombrado hoy con muchos de los triunfos más mayúsculos de la temporada. Atrás han quedado las vistas de color alquitrán, las largas noches de duermevela. La luz no eran sus ojos, la luz habitaba en él.

Y eso que la tarde se oscureció de repente cuando doblaba el sobrero y los nubarrones anunciaron la tormenta mientras salía el toro de su regreso, «Tarambana», obediente pero con un violento punteo en sus astifinas perchas, poco «agradable» para un reencuentro. Las majestuosas verónicas de pata p’alante marcaron el camino 52 semanas y media después. Bramaban los tendidos, que le habían tributado una ovación de gala. Todo corazón fue la faena, principiada en los medios por emotivos estatuarios. Acudía a sus suaves toques, con mejor inicio que final, con ese tornilleo tan molesto mientras el murciano le bajaba la mano. Ureña buscó la colocación sincera y se enfrontiló a pies juntos, uno a uno lo derechazos, conduciendo la embestida hasta la cadera. En el epílogo retornó a la zurda, con la tela adelantada, entregado y reunido. La lluvia mojaba la arena mientras trazaba un circular invertido. Con la gente volcada, se presentía el premio, pero el acero se lo llevó...

No agradó la presencia del destartalado quinto, tan feo por fuera como por dentro. No quería pelea el manso, que nunca iba metido en los engaños. Tras probarlo brevemente, falló repetidamente con el descabello. No era su tarde de gloria. La gloria era volver a la arena donde la vida empezó de nuevo...

El latido del temple

La diosa Fortuna se puso a la vera de Sebastián Castella, que gozó del gran pitón izquierdo del cuarto. Mientras centelleaban los rayos, formó un alboroto en su quite por chicuelinas a este «Zapatillo», al que lidió fenomenal Chacón. La figura francesa brindó el último toro –¡qué magnífica condición tenía!– de su temporada al público. Unos hondos ayudados prologaron una faena en la que midió con inteligencia tiempos y espacios. A placer toreó por momentos al guapo «Zapatillo». Goce en las embestidas y goce en los naturales. Rítmico todo. Crecido el espada de Béziers, latía un dorado temple de su muñeca, con la cintura como mapamundi que recorría repetidor el ejemplar. Sin ser como aquel lado, por el derecho también servía, de otro modo, sin esa clase. Castella le daba cada vez más pausas entre las tandas para conservar el bravo fondo de «Zapatillo». Ya con el animal algo más bajo, se metió en las cercanías con entusiastas redondos en ambas direcciones. No quiso despedirse sin volver a catar la senda dulce del montalvo, el mejor de una corrida desigual y baja de casta en conjunto. Unas manoletinas abrocharon su faena antes de tirarse a matar y despertar la única pañolada. El torero galo paseó feliz las dos orejas en el cierre de su campaña española. Antes se las vio con un sobrero de la divisa titular, en el que dejó unos bonitos naturales, pero el noble y atacado de kilos animal se paró pronto y la cosa fue a menos. Al otro lado de la merienda aguardaba el edén de «Zapatillo».

Silencios para Aguado

Pablo Aguado, que como Castella brindó su primer toro a Ureña, no tuvo suerte. Había enamorado a la verónica mientras parte del público buscaba el refugio bajo paraguas y gradas. Un ruido ensordecedor frente al silencio de su Maestranza conquistada y la de su balance albaceteño. El sevillano aprovechó el medio recorrido del manejable tercero mimosamente a derechas, con gusto y esa calma tan suya. No tomó vuelo la faena por la condición de este «Rapabarbas» de tan poquita raza. Al geniudo y manso sexto, al que zurraron en varas y con el que Iván García anduvo colosal, optó por no plantarle batalla entre el enfado de los que se quedaron con ganas de verle. No era su toro ni su tarde. El triunfo ya lo habían escrito Castella y «Zapatillo».

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