Enrique Ponce, con sus trofeos en la mano
Enrique Ponce, con sus trofeos en la mano - serrano arce

Enrique Ponce, un dios en el Olimpo

Abre la puerta grande en Santander y un sensacional Castella se queda en el umbral

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Clase magistral. Así, sin prolegómenos. Directos al lío. Un lío de oro. Enrique Ponce, por encima ya del bien y del mal, creó una tarde más su propia senda. Y se desmarcó por el terreno del magisterio y la ciencia. ¿Ponce por debajo de un toro? El día que eso ocurra será noticia. El sabio de Chiva ve toro por delante y por detrás, del derecho y del revés.

Ya en el primero jugó los brazos a la verónica con suavidad. De almíbar fue el arranque de obra frente a un noble ejemplar de Cuvillo -que lidió un conjunto de juego desigual-, pero con teclas que tocar. Se desmayó en redondo y siguió con una tanda mandona y abundante, de perfección en el pulso y la altura, mientras el animal punteaba.

Los naturales se erigieron a la medida hasta adornarse con un molinete, engarzado a un torerísimo cambio de mano; de remate, un pase de pecho de aquí a Roma, adonde todos los buenos caminos conducen. Y otra vez la diestra, dominador con el compás abierto y recreándose en dos a pies juntos, con un broche de aire antiguo. Si la espada no se desprende, la oreja podría haber sido al cuadrado.

No importó: se ganaría otro trofeo de ley en el cuarto, un bruto con más aspereza que el esparto. Pero ahí estaba el limador de defectos, que arrancó con poderosos doblones al hilo del "6". Ponce anduvo con más ambición, ilusión y disposición que un novillero con la hierba en la boca. Manda bemoles, que escribiría Campmany, que el que nada tiene que demostrar sea uno los que más se entregue del escalafón. Técnico y valiente, a carta cabal en series de nota para aficionados, y con la listeza de los molinetes que despertaron la música. Mientras cuadraba a "Tejeruco" le gritaron un "¡viva la madre que te parió!". ¡Viva doña Enriqueta y don Emilio, su padre! La vuelta al ruedo fue apoteósica. Qué torero, de otra galaxia, pero con los pies en la tierra. Un dios.

En el Olimpo se encuentra también Sebastián Castella, que se quedó en el umbral de la gloria. Y eso que el público pidió al unísono el doble galardón ante el buen quinto, en el que principió con la emoción de los péndulos para luego torear superior por ambos pitones. Hubo naturales dorados, despaciosos y de profundidad cantábrica, ciñéndose el toro a la cintura. El desplante rodilla en tierra dio paso a la hora final, que no fue perfecta y quizá eso pesó en la presidencia. La figura francesa ya se había desenvuelto con finas y delicadas maneras frente al manejable segundo, de escasa fortaleza. Le aplicó la medicina idónea, con la media altura y el temple idílico para desgranar muletazos extraordinarios, como dos naturales tan frágiles como repletos de torería.

A Manzanares le tocó el lote de mayores contrastes: el peor y el mejor. El tercero fue un manso, que se frenaba y parecía reparado de la vista: hizo pasar las de Caín a la cuadrilla tras el aguante meritorio de Chocolate. Con nube o nubarrón este "Asustado", el alicantino no lo vio nada claro. El acero le privó de premio en el estupendo sexto, al que concedió distancias y oxigenó muchísimo en una faena con altibajos, con unos redondos de su sello que encandilaron. Aquel cuvillo merecía más.

A hombros se llevaron al rey de la tarde y de muchas tardes: Enrique Ponce.

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