Sálvador Távora, el autor de la memoria trágica de Andalucía

En su biografía el dramaturgo narraba sus orígenes de niño pobre salvado por la cultura

La capilla ardiente se abre a las nueve de la mañana del sábado en la sala capitular baja del Ayuntamiento de Sevilla

Salvador Távora Valerio Merino

Eva Díaz Pérez

Hacía mucho frío en aquel diciembre de 2004. En la nave de La Cuadra en El Cerro se guardaban –y aún se guardan- objetos que habíamos visto en espectáculos míticos: los candiles de «Quejío», la parrilla de «Los Palos», las varas floridas de «Las Bacantes». Marta Carrasco y yo íbamos a escribir una biografía sobre Salvador Távora , así que habíamos previsto varias sesiones de entrevistas para que él contara su vida. Él abrió el pozo de su memoria y allí nos sumergimos. Las conversaciones están guardadas en cintas que ya pertenecen ser de otro siglo.

Távora demostró tener una memoria impecable y ordenada en la que se resumía la vida de alguien salvado por la cultura. Un niño de barrio criado con sopas de hambre, un obrero lleno de frío y pobreza que, sin embargo, se convirtió en un artista de talla internacional. Aquellas mañanas de diciembre nos contó que había nacido en la calle Miguel Cid 49 y evocaba a su tatarabuela Carmen, que había sido cigarrera en la Fábrica de Tabacos, y a la abuela Lutgarda, una gitana de la Barqueta que se volvió loca.

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Recordaba cuando sus padres se instalaron en los vestuarios de una antigua piscina pública en la calle Canal 40 en el Cerro, un barrio de autoconstrucción en las lejanías de Sevilla, en el cortijo de Maestrescuela donde alguna vez hubo águilas. Entre la pena y la alegría describía su infancia de pan cuarterón, zotal, café de achicoria y fantasmas de pucheros. Cada día nos relataba un episodio de su vida, como cuando entró en la fábrica de Hytasa en 1944. Era aprendiz de soldador de autógeno y eléctrica, pero fue capaz de ver la belleza que podría esconderse en el trabajo. Távora dibujaba sobre las chapas con el electrodo y la tenacilla de la soldadura. Su colección de paisajes de soldadura se perdió en unas de las riadas del cercano arroyo Tamarguillo, pero plasmó esa poética de las máquinas en espectáculos como «Herramientas».

Introdujo bestiarios furiosos en el escenario, una dramaturgia heterodoxa de toros, caballos y aves. Con qué pasión narraba cómo saltaba las tapias del matadero, aprendía a hacer verónicas con ganaderías de media sangre, su estreno en el tentadero de Rafael El Gallo y el momento terrible en el que abandona los ruedos al ver morir al rejoneador Salvador Guardiola una tarde de agosto de 1960.

Luego llegaría su cante triste por los tablaos de la Andalucía falseada del tópico , el Távora rebelde que cantaba utopías con su camisa desabrochada golpeando el suelo con una angustia de siglos. Y por fin el momento de la revelación: su relación con Teatro Estudio Lebrijano, los ensayos en La Cuadra de Paco Lira, el Festival de Nancy donde conoce a Lilyane Drillon, una joven profesora de Literatura francesa que deja su profesión para dedicarse a las labores de producción de la compañía.

Aquel niño de barrio pobre llegaría a lo más alto dirigiendo una compañía que recorrió todo el mundo reivindicando un teatro que narraba Andalucía desde la dignidad. Aquel hombre sencillo deslumbró al mundo porque desde la intuición había llegado a la verdad teatral de Artaud, al teatro pobre de Grotowski o al teatro sagrado de Peter Brook . Había hundido sus manos en la tragedia antigua para descubrir cuánto había de paganismo sacramental: la marcha procesional, el color negro y el oro, el vino, los cirios, los brazos airosos de una bailaora. Algo que nadie había contado nunca sobre las tablas de un teatro y que evocó en aquellas frías mañanas de diciembre.

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