Crítica de teatro

El juego de las partes y la tentación del todo

La iniciativa de Cristina Rojas y Tenemos Gato es teatro fresco que ofrece indicios de buen ojo con respecto a la realidad circundante

Un momento de este trabajo coral firmado por Cristina Rojas y Tenemos Gato ABC

Alfonso Crespo

Hablemos primero de las virtudes de esta iniciativa de Cristina Rojas y Tenemos Gato : teatro fresco, troupe polivalente, economía expresiva y pretensiones de universalidad desde un trabajo con lo íntimo y lo cotidiano que ofrece indicios de buen ojo —y sobre todo buen oído— con respecto a la realidad circundante. Para ello, la historia mínima —en la reunión navideña que reagrupa a la familia dispersa la pérdida de un animal doméstico resquebraja la convivencia y da pie a reproches, rencillas y reflexiones— propone la desintegración de la escena y su supervivencia en pequeños raptos de microteatro , cápsulas de espacio-tiempo donde los actores frotan cuerpos y discursos o adquieren, fugaces, las máscaras —los potenciales testigos de la drástica huida de la perra— que nos advierten de esas otras vidas que todo intérprete guarda muy dentro.

De estas virtudes, que son muchas, pueden también inferirse, si no defectos, al menos las consecuencias indeseadas de estas decisiones: tanta interrupción, tanto cortocircuito, permiten pasar pronto la página de un momento poco convincente o interesante, como el encuentro entre el abuelo y su amigo de toda la vida, pero igualmente frustra aquellos pasajes —auténticos oasis— donde nos hubiera gustado permanecer más tiempo, como en la conversación entre la abuela y la nieta . No obstante, en esta escena-cuadrilátero con tantas entradas y salidas prevalece una idea comunitaria , un trabajo en equipo, y resulta placentero ver y escuchar, incluso en la atomización representativa, cómo los actores se cuidan, se dan los relevos o amueblan con ruidos la verosimilitud sonora del paisaje agreste.

Al reunir todas las partes siempre nace la tentación de que éstas formen un todo, y quizás ese sea el único pecado de «La perra» , su vocación de decir demasiado, como en el discurso final desde el punto de vista de la animalidad que a todos nos iguala y que explicita innecesariamente lo anterior. En esto, preferimos al Fassbinder que titulara precisamente «Sólo quiero que me améis» su cortante drama familiar .

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