Cuando las lentejuelas dejan de brillar

Una imagen de «El desguace de las musas» Mario

Diego Doncel

Fiel al estilo de La Zaranda, en «El desguace de las musas» asistimos a un delirio escénico, a un absurdo humorístico y a una caricatura. Todo está proyectado para provocar la risa, todo está degradado además hasta convertirse en fantasmagoría. El antiguo esplendor de un local de variedades es hoy un vacío, desordenado y mugriento agujero, el grupo de actores que todavía queda una panda de fantoches donde refulge el antiguo fulgor macarra, el trasnochado brillo hortera y unas biografías echadas al barro de lo cutre y lo turbulento. Todo es decadencia, empezando por la vida, todo emite la luz turbia del final, tan cómica como trágica. Ni siquiera la máquina de oxígeno ambulante a la que está conectado el empresario de todo esto, Don Pepe, sirve para hacer respirable esta agonía, la memoria de antiguos esplendores es hoy un mundo estrambótico, incluso la huida hacia delante, esa obra que vuelva a traer al público que se marchó, solo muestra el sin sentido de estas vidas, el sinsentido también del oficio al que se han dedicado.

«El desguace de las musas» es barroca porque es desmitificadora, es iconoclasta porque defiende la academia del humor chabacano y brutal, es además pesimista y ni siquiera se detiene ante lo escatológico. El juego de claroscuros, la degradación física y anímica de cada uno de los personajes, la enfermedad, la decrepitud, la distorsión la acercan a ese barroquismo contemporáneo que fue el esperpento. Sin embargo se echa de menos más concreción argumental frente al festival de máscaras y mascaradas, el texto encalla a veces porque la serie de escenas o cuadros están engarzados atendiendo más a lo horizontal que a lo vertical, a la acumulación más que al progreso.

La escenografía, el vestuario, la iluminación y la caracterización de los personajes simbolizan muy bien ese mundo a la deriva donde vivimos el tiempo de la huida de la musas. Donde el humor o el malhumor ha sustituido a la pasión. Las lentejuelas tienen ya un brillo de chándal, las boas están desplumadas y gastadas como la felpa de un albornoz, los asientos vacíos, ni siquiera aparece ese miserable Plan Marshall de los dos americanos que se espera como público. Sobre el teatro se llega a decir: «Detrás de esta ilusión solo hay vacío, aunque riamos no conocemos la alegría».

El público, sin embargo, podrá compartir unas risas con un elenco que da vuelo al texto desde ese showman del declive que es Melvin Kentuki ( Gabino Diego) hasta la fulanilla furiosa que interpreta la soprano y pianista Mª Ángeles Pérez-Muñoz.

Risas para un apocalipsis, fraseo y chistes repetidos para este humor de las postrimerías, y sin embargo esta es la topografía del último refugio, aunque sea a golpe de fregona.

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