La última batalla de Julio Manuel de la Rosa

«Soslayado por una ciudad oficial. Tuvo al menos en dos homenajes tardíos en la universidad»

Julio Manuel de la Rosa EFE

FRANCISCO NÚÑEZ ROLDÁN

Julio Manuel de la Rosa tuvo el honor de no ser académico, justo como Max Estrella en «Luces de Bohemia» . No sólo de la española de la lengua, que bien lo hubiera merecido, sino de la hispalense. ¡Cuánto se hubiera ennoblecido esta última con su pertenencia, que no al contrario…! Ambas se lo han perdido.

Novelista entero, labrador del texto, dedicado en alma y cuerpo a los oficios de escribir y de leer, que curiosamente él consideraba en continua confrontación complementaria. Cuando estoy leyendo, me decía, siento irreprimibles ganas de escribir, y cuando estoy escribiendo, deseando volver a un libro. Faulkneriano, proustiano, benetiano, pessoano, flaubertiano, barojiano, cervantino y cernudiano , entre otros títulos nobiliarios, hace pocos días departíamos en nuestra breve, informal e irregular tertulia, y permítaseme la pedantería de decir que, conversando, nosotros también, como en la canción, éramos mucho más que dos. No por mí, desde luego, sino por él, que en la charla convocaba mundos escritos, autores, tendencias, citas, engarzando apuntes, frases, reflexiones asombrosamente lúcidas que creaban en un breve rato toda una asamblea de voces, red de personajes que hablaban o se silenciaban cuando cualquiera de los dos, sobre todo él, lo consideraba menester. Y junto a ello, como el discreto pero imprescindible acompañamiento en la música, estaba la gran piedad de Julio hacia la condición humana, su comprensión hacia las debilidades ajenas y su interés por los seres más dañados por la vida, por los tratados con más injusticia, todo sin caer en el buenismo a la moda ni en la gazmoñería políticamente correcta.

Republicano indudable , a lo Chaves Nogales, y como este también, nada frentepopulista, heredó de un padre represaliado la aversión por todo lo que fuese imposición, avasallamiento, burocratismo o simple dictado arbitrario de cualquiera. Nacido en 1935, Julio comenzó escribiendo relatos cortos, y en 1971 ganó el entonces prestigioso premio Sésamo de novela con «Fin de Semana en Etruria». Siguieron bastantes más, pero permítaseme que yo recuerde con especial cariño «Los Círculos de Noviembre» , donde inventa a un barbero de Fernando Pessoa que si no existió debería crearlo la crítica pessoana tras la novela de Julio. El lirismo del texto y la calidad humana del personaje es de lo mejor que yo le he leído a un maestro que no cultivó el verso, pero tiene en sus obras hallazgos poéticos que envidiaría cualquier bardo. Qué lujo, que inmenso lujo para un lector empedernido y algo escritor como el que suscribe, haber gozado el maná de la voz pausada y llena de Julio de la Rosa, tantas veces. Envídienmelo, no como tristeza del bien ajeno, sino como un deseo que más de un empingorotado escribidor hubiese querido. Las horas conversadas con el maestro han sido sin duda de las más densas y luminosas que he experimentado en mi vida interior .

Julio hizo periodismo y trabajó formando periodistas, en una docencia nunca bien reconocida ni bien pagada. Pero era de esas raras personas que no se quejan nunca. Era más cristiano que los cristianos, sin pregonarlo . Tenía una bondad natural que resultaba hasta molesta a más de uno, posiblemente por la naturalidad con que la usaba y lo inalcanzable que se intuía.

Quizá, sin quizá, su único y considerable fallo fue no haberse quedado en Madrid , de joven, cuando pudo pero no lo deseó con suficiente fuerza. Téngase por seguro que su carrera y fama literaria habrían sido muy otras. Sencillamente en la medida de su calidad en la escritura, que era y es mucha. Un común amigo escritor, Francisco Gallardo , me decía que Julio era un clásico vivo. La definición es exacta. Pero, al igual que el José María Izquierdo que Cernuda comenta en «Ocnos», prefirió morar en su «rincón provinciano», y todo lo que sigue. Vuelvan al texto cernudiano referido y aplíquenselo por completo a Julio Manuel de la Rosa. Luego me cuentan si no se ajusta a nuestro autor, soslayado por una ciudad oficial que dedicó ferias del libro a escritores de mucho menos fuste, y que estuvo casi olvidado por la vida académica. Tuvo al menos en esta dos homenajes tardíos, en forma de discretas jornadas dedicadas a él, una en la Universidad de Cádiz, a cargo del profesor José Jurado, y otra, en la de Sevilla, gracias al profesor José Manuel Camacho. Todo para evitar el también cernudiano «…viento del olvido, que cuando sopla, mata» .

Y perdonen que en este obituario le haya llamado sobre todo con el nombre de pila. Permítanme esa cercanía a un inmenso escritor y amigo que, hace poco más de una semana, sin él ni yo saberlo, estaba ya apto para la eternidad.

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