Antonio Canales, durante su interpretación en Lisístrata
Antonio Canales, durante su interpretación en Lisístrata - J.M. SERRANNO

El flamenco pierde otra guerra

La obra Lisístrata, un musical con participación de flamencos, vuelve a provocar una inauguración de la Bienal con dudas

SEVILLA Actualizado: Guardar
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Cambiar las campanas de Santa Ana de Riqueni, cierta causa mayor, por una obra de teatro clásico adaptada al lenguaje contemporáneo de Narros es perder la primera batalla. La Bienal de Flamenco de Sevilla se tiene que inaugurar con flamenco, no con flamencos. Con estilos cabales, no con nombres. El cartel de Lisístrata es de figuras. Estrella Morente, Canales y Aída Gómez son artistas consagrados. Vale. Pero la obra no es flamenca. Usa el flamenco, que no es lo mismo. Y en ocasiones lo rebaja, como en la saeta de los cantaores de atrás, un homenaje a la desafinación con el que comienza el recital. O en el duelo de espadachines por bulerías. En los estribillos fandangueros de las mujeres.

Paradójicamente, fue Estrella la que levantó el ánimo desde el suelo. La granadina es tan cantaora como actriz. Es la que tira del carro. Muy por encima de su hermana Soleá, que en el diálogo sexual del soniquete demostró que es más ketamera que flamenca. En el juego dramático las Morente tienen aire. Pero yo estoy loco por escuchar a Estrella de una santa vez sentada en un silla rompiéndose las quijadas en una Bienal. Así que ella, teniendo armas de sobra, también pierde esta guerra.

Todas las pierde el flamenco, encajado como un popurrí que va del jaleo a los tangos, del «cabaret andalusí» de Aída Gómez -por inventar que no quede- a la bulería romanceada de Antonio Canales travestido, probablemente lo más cabal de la obra. Los bailaores de categoría bailan hasta vestidos de lagarteranas. Y el trianero, que ha toreado ya en todas las plazas, está sobrado de recursos para salir vivo de cualquier bombardeo, sobre todo si la batalla exige mariposeo. Hasta de un montaje comercial como el que dirige José Carlos Plaza con el toque maestro de Narros para resolver anacronismos y sin permiso de Aristófanes, que quizás es el que haya dicho los ayes más profundos al ver esto en el pretendido mejor festival flamenco del mundo. Si se le quita el cante por Huelva de la Morente -bien trazado-, el fandango de su padre que también grabó Camarón -lo más enjundioso del repertorio-, o la soleá apolá -con demasiados cambios de octava- esto es un musical que usa ritmos flamencos, un teatro estribillero, un cuadro por farruca en un escenario grande. Un «pret a porter» que como mucho cabría en los medios del festival. No en la puerta de entrada. La historia está resuelta con una narrativa que se sigue fácil sin necesidad de conocer la comedia original, a la que es bastante fiel. Los recursos escénicos son grandilocuentes. Pero en este caso las mujeres no dejan a dos velas solo a los hombres, sino al flamenco. Y las entradas que se han vendido en la taquilla son para la Bienal. Por eso esto es otra guerra perdida para el flamenco en su cita de referencia. Otra más. Una guerra civil tras la que vienen 23 días para reconstruirlo todo. Vale el atenuante del cambio obligado de última hora para rebajar la pena. Y el antecedente de hace dos años, que también empezó del revés. Y el majestuoso baile por tangos de Canales metiéndose los hombros en las patillas y batiendo el aire con las caderas. Palabras mayores. Vale todo lo que se quiera. Pero así no se defiende la causa en la que estamos. Lo siento. Yo no me doy por vencido.

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