El Sónar se pone flamenco y se rinde al fenómeno Rosalía

La batidora estilística de Gorillaz protagoniza la primera noche del festival barcelonés

Rosalía, ayer durante su actuación en el festival barcelonés SÓNAR
David Morán

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Antes del cambio de recinto y de las espaciosas comodidades de la Fira, eran legendarios los llenazos del Hall del Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona, con centenares de personas amontonadas a las puertas del escenario y maldiciendo todo lo humanamente maldecible por haberse quedado fuera. Una tradición que se daba por extinguida pero que reapareció ayer de improviso para convertir el estreno de Rosalía en el Sónar en un triunfal baño de masas.

Una sorpresa relativa –estaba cantado que la de Sant Esteve Sesrovires sería una de las estrellas del festival– que, sin embargo, superó cualquier expectativa y trajo de vuelta las apreturas, los empujones y los controles del aforo. La cantaora, inmersa en la producción de su nuevo trabajo, «El mal querer», se arrancó con «Malamente», adhesivo adelanto de lo que será la continuación de «Los Ángeles», y tiró de inéditos y novedades para empezar a borrar sus propias huellas aplicando transfusiones de electrónica urbana y tramas bailables al cante de su primer álbum.

Sin perder nunca de vista el flamenco y arropada por dos palmeros, dos cantaoras, un gimnástico cuerpo de baile y las bases que disparaba El Guincho desde la retaguardia, la catalana alternó oscuridad litúrgica, bases industriales retorciendo el duende, bulerías desfiguradas entre aromas chill-out, cantes vetustos rejuvenecidos con sutiles pinceladas sintéticas y electrónica aflamencada rematada por vistosas coreografías. Una efectiva y jugosa sacudida a la tradición a la que le faltó algo de ritmo –con cuarenta minutos de concierto, quizá sobraban todos esos parones entre canción y canción y los cambios de vestuario- pero que evidenció que si de algo anda sobrada la catalana es de carisma y de ideas: verla subida encima de un quad mientras los palmeros doblaban ritmos no hizo que más que confirmar que su camino pasa por conectar lo más hondo de la tradición con las últimas mutaciones de los sonidos urbanos.

La batidora Gorillaz

Puede que no sea Gorillaz el primer grupo que a uno le viene a la cabeza cuando piensa en el Sónar y en su XXV cumpleaños, pero a los de Damon Albarn no se les puede negar que funcionaron como poderoso reclamo para estrenar la noche del viernes de la mejor manera posible. Esto es, con un llenazo de impresión y una superproducción de frankenstein pop hecho de retales y jirones en la que cupo prácticamente de todo. ¿De todo? Pues sí: hubo sonido pastoso y tics metálicos en «M1A1», excursiones por la música disco con coros gospel en «Tranz», electrónica gruesa y recuerdos a Bobby Womack en «Stylo», adelantos de su inminente nuevo álbum, «The Now Now», himnos rotundos e incontestables como «Feel Good Inc» e invitaciones al bostezo como «Magic City».

Damon Albarn, durante la actuación de Gorillaz Efe

Así, con la colisión entre músicas negras, pop y electrónica como hilo conductor y un puñado de colaboraciones ilustres enriqueciendo el ambiente festivo -mención especial para la arrolladora irrupción de Pos y Dave de De La Soul en «Superfast Jellyfish»-, los británicos se reivindicaron como batidora posmoderna y centrifugadora festivalera y, durante hora y media, transformaron el escenario central del Sónar en un concurrido desguace -hasta trece personas se alienaban sobre el escenario- coronado por unos visuales resultones en los que sus versiones animadas compartían protagonismo con proyecciones de Snoop Dogg o Jack Black. Un triunfo para el pop contrahecho y mutante que, como no podía ser de otra manera, remataron con «Clint Eastwood», himno con el que se dieron a conocer hace casi dos décadas.

Universo en expansión

El Sónar, decíamos ayer, es un experimento cultural, pero también un universo en continua expansión que, pese a sus bondades espaciales y la infinidad de agujeros negros por los que llegan filtradas las músicas del mañana, también encuentra espacio para las raíces. O, mejor dicho, para a lo que entienden por raíces creadores como el escocés Claude Speed, capaz de transformar su pasado en el underground de Glasgow en un intempestivo chaparrón de drones, zumbidos matemáticos y erupciones de techno interruptus.

Un centrifugado del pasado al que se sumó también ayer el napolitano Liberato, enigmático fenómeno que, en formato de trío encapuchado y con su identidad siempre a buen resguardo, se adueñó del escenario regalando una reluciente capa de barniz sintético con incrustaciones de reggae, house y hip hop a la canción transalpina de toda la vida. Bombos densos, ritmos secos y afilados y romanticismo melódico para llevarse a Massimo Ranieri de paseo por el lado urban de la vida. Todo un logro, en cualquier caso, tratándose del segundo concierto que ofrecía en toda su vida un artista al que, ahí es nada, ya se ha bautizado como el Elena Ferrante de la electrónica italiana.

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