Ariana Grande, en el concierto que ofreció en el Palau Sant Jordi de Barcelona
Ariana Grande, en el concierto que ofreció en el Palau Sant Jordi de Barcelona - INÉS BAUCELLS

Ariana Grande, estrella en prácticas en el Palau Sant Jordi

La cantante de Florida ofreció en Barcelona la única actuación española del «Honeymoon Tour»

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Ahora que ya hemos visto pasar por Barcelona a casi todas las nuevas divas del pop, cuesta no imaginar una fábrica de la que van saliendo, impecables y perfumadas, las Miley Cyrus, Rihanna, Katy Perry o Beyoncé de temporada. Con el tiempo, cada una acaba explotando lo mejor que tiene y marcando la diferencia como buenamente puede, así que es sólo cuestión de tiempo que Ariana Grande avance posiciones a fuerza de exprimir su espléndida voz y un repertorio que brilla más y mejor cuando se arrima a las producciones sintéticas y al R&B desmadrado.

De momento, sin embargo, la de Florida es una artista en proceso de construcción, una diva en prácticas que mira de reojo lo que hacen sus compañeras de lista de ventas para intentar no desentonar.

Al menos no demasiado. De ahí que su estreno de anoche en Barcelona, única parada española del « The Honeymoon Tour» en un Palau Sant Jordi que no acabó de llenarse, fuese una vistosa y frenética sesión de corte y confección, picoteo de grandes superproducciones, cuya intención no parece tanto sorprender como presentar candidatura en firme a las grandes ligas del pop.

Así, durante esa hora y media emparedada entre las apabullantes «Bang Bang» y «Problem», probablemente lo mejor de su repertorio, Grande jugó sus cartas con inteligencia para satisfacer por igual a quienes buscaban pirotecnia, coreografías fogosas y cosas volando sobre el escenario -en «Best Mistake» apareció suspendida en una nube de cartón-piedra- y a quienes llegaron al Sant Jordi tirando del hilo del ímpetu vocal de «One Last Time» o de los injertos electrónicos de «Break Free». Incluso los padres y madres que acompañaban a sus hijos debieron acabar aplaudiendo a una artista que, lejos de los excesos y la procacidad de Miley Cyrus, proyecta una sensualidad neutra y sin estridencias, más decorativa que provocadora.

Acompañada por media docena de bailarines y una banda en la que destacaban un vigoroso trío de cuerda y un DJ que servía bases y pregrabados, la de Boca Ratón sí que consiguió marcar la diferencia en uno de los grandes males de este tipo de conciertos: el ritmo. Con los músicos acelerados y el público visiblemente eufórico, ni siquiera las transiciones para cambios de vestuario, amenizadas con números de baile, proyecciones e interludios musicales perfectamente engarzados, sabotearon el dinamismo de una actuación que también supo resolver los numerosos duetos de la cantante echando mano de la pantalla e intervenciones pregrabadas.

Es cierto que aún media un abismo entre el dance-pop tirando a naif de «Pink Champagne» y zarpazos sintéticos como el «All My Love» de Major Lazer, pero mientras que a algunas de sus compañeras de generación ya se les ha visto tocar techo, a Grande aún parece quedarle mucho camino por delante.

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