Camilo José Cela Conde

De viaje a Estocolmo

El hijo del Nobel presenta mañana el libro «Cela, piel adentro», en el que retrata a su padre en anécdotas como la que sigue

Camilo José Cela Conde
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Los libros de viajes de Camilo José Cela se cuentan entre los preferidos por sus lectores. Pero mi padre fue un viajero continuo incluso cuando no se desplazaba con la intención de escribir un libro narrando sus aventuras. Las cartas que le mandaba a mi madre en el transcurso de esas expediciones a tierra non sancta solían contener verdaderas joyas literarias.

La razón viajera tuvo que ver en especial con la búsqueda de fortuna y honores. Así sucedió con sus traslados en 1952 y 1953 al otro lado del charco, a Sudamérica. No obstante, querría referirme a otro viaje muy distinto. Sobre todo porque comienza con CJC (como solía firmar mi padre) quieto en su casa de Mallorca.

Para referirme a él sigo casi al pie de la letra lo que cuento en un libro de nuevo cuño, «Cela, piel adentro».

Apenas habían comenzado los años setenta cuando mi padre nos envió a mi amigo Paco Martínez y a mí a Suecia con un encargo bien preciso: allanar el camino para que le concediesen el premio Nobel. El proyectó recibió de inmediato un nombre: operación Fittipaldi (Emerson Fittipaldi era entonces un piloto de Fórmula 1 que lo ganaba todo), y CJC pegó en una carpeta azul de las de gomas una etiqueta con ese título; está en mis manos, con las cartas y apuntes que documentan la historia.

Francisco Uriz, poeta y profesor, alma en Estocolmo del Partido Comunista en el exilio, contó mucho más tarde (en 2010, en un diario de los que salen en internet, elPeriodico.com) que un día paseando por Estocolmo con CJC este le preguntó: «Paco, ¿cómo estoy de lejos del Nobel?». La respuesta fue terminante: «¡Pues como yo! Tú y yo somos escritores y ni tú ni yo estamos en la lista de candidatos. O sea…». Uriz es un ángel, así que le explicó a CJC lo que había que hacer para entrar en esa lista. Pero estar en ella no bastaba. De ahí la operación Fittipaldi.

Paco Martínez y yo llegamos a Estocolmo en pleno invierno como dos pardillos con nuestras chaquetitas y nuestros mocasines, para encontrarnos con un frío digno del Polo y unas aceras cubiertas de hielo en las que no parábamos de resbalar. Pero las inclemencias del tiempo eran lo de menos. Bueno, ya estamos en el campo de batalla. Y ahora ¿qué? ¿Cómo se hace para conseguir que le den el Nobel a tu padre? Parar a la gente por la calle en busca de respuestas sirve de poco. Pero en favor de nuestra habilidad para resolver lo imposible debo decir que logramos entrevistarnos con Francisco Uriz, quien nos dijo que era imprescindible hablar con Artur Lundkvist, valedor en aquellos años dentro de la Academia Sueca de los candidatos al premio que escribían en castellano.

Cita con Lundkvist

Paco Martínez y yo visitamos al poeta y académico sueco en su casa a eso de las dos de la tarde, cuando el anochecer ya devoraba el cuarto de estar con las luces aún no prendidas. La razón oficial de nuestra presencia allí era el proyecto de dedicar un número especial de Papeles de Son Armadans a la poesía sueca. Lundkvist hablaba un castellano perfecto pero con voz monótona, sin apenas inflexiones, y yo intentaba evitar que, entre la salmodia y la penumbra, me quedase dormido, liquidando para siempre las posibilidades de mi padre de lograr algún día el premio Nobel.

Creo que hasta CJC se dio cuenta de que la operación Fittipaldi necesitaba de un mayor empuje, así que a mi vuelta a Mallorca me dijo a las claras que no hiciese nada más y fue él mismo quien a continuación viajó a Estocolmo en varias ocasiones. Como testimonio de aquello nos quedan sus cartas. En el libro mencionado se incluye una que, desde mi punto de vista, alcanza las cotas más excelsas de mi padre en su labor de cronista del disparate.

No hay sitio aquí para reproducirla, pero puedo aclarar que esa carta pone de manifiesto varias cosas: que CJC hablaba un francés al menos pasable y un portugués capaz de hacer milagros; que le seguían gustando mucho el champán y el whisky; que no abandonaba su faceta más salvaje ni siquiera en las casas de vecinos de Estocolmo, y que los desayunos naturistas dejaban en su opinión mucho que desear.

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