Premio Nobel de Literatura 2019

Peter Handke y el paraíso del que no nos habíamos percatado

El premio Nobel –¡por fin!– que acaba de recibir es un reconocimiento y una recompensa a una obra destinada a perdurar durante mucho tiempo

Peter Handke EFE

Eustaquio Barja

El pasado inmediato y el arranque de la obra de Peter Handke hay que buscarlos en la Austria de los últimos años 50 y primeros 60 del pasado siglo, concretamente en el «Grupo de Viena» y en el «Grupo de Gratz», donde este autor hizo sus primeras armas.

El propósito que dirige toda la obra de este escritor y que parte de los grupos citados podríamos resumirlo en estas tres líneas: renovación del lenguaje; consecuente transformación del hombre, así como de las relaciones humanas debidas a esta renovación, y contemplación de aquello sobre lo que siempre hemos pasado por alto sin darnos cuenta. Esta nueva manera de hablar, de tratar con los otros y de mirar lo que nunca hemos visto porque nunca nos lo han enseñado, conduce en este autor a un esbozo, una propuesta y una promesa –¡nada menos!– de un paraíso en la Tierra, un paraíso que teníamos al lado y del que no nos habíamos percatado.

En este autor cabría encontrar tres etapas, que podríamos denominar con el lenguaje de la mística: la vía purgativa, la vía iluminativa y la vía unitiva. En la primera se produce la disolución del lenguaje del pasado y el intento de comenzar con otro modo de hablar y, por tanto, de vivir y de convivir. En la segunda, se da una conciencia de la posible «nueva vida» que esta disolución del lenguaje ha propiciado. En la tercera, se presentan un tipo de relaciones humanas –de amor, de amistad, de convivencia– en las que, inesperadamente, se hace posible la felicidad.

Algunos personajes, y a la vez hitos, de este «itinerarium» podrían ser estos: «Kaspar», una obra de teatro concebida según la historia de Kaspar Hauser, el muchacho encontrado en una plaza de Nuremberg del año 1828, que al aprender a hablar por obra de sus «Einsager» (un término que José Luis Gómez ha traducido por «apuntadores»), queda esclavizado por el lenguaje. Otro ejemplo sería Marianne, «la mujer zurda» que se separa de su marido porque ha tenido una «iluminación» –no por «incompatibildiad de caracteres», «infidelidades» o «aburrimiento»–, y que intenta iniciar una nueva vida, y Sorger, el geólogo que se traslada al Gran Norte (Alaska) para aprender a nombrar «de otra manera» las formas de la tierra, lo que le granjea una purificación personal y a la vez la posibilidad de un trato nuevo con los otros. (A propósito de esto último vale la pena leer la segunda parte de «Lento regreso»).

Solo son tres ejemplos. Habría muchos más en una obra como la de Handke, original, innovadora, gozosa y ajena a todo pesimismo.

El premio Nobel –¡por fin!– que Peter Handke acaba de recibir es un reconocimiento y una recompensa a una obra destinada a perdurar durante mucho tiempo.

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