Bertrand Tavernier (a la izquierda), en una escena de «Las películas de mi vida»
Bertrand Tavernier (a la izquierda), en una escena de «Las películas de mi vida»
CINE

Todo viejo maestro es un joven explorador

Bertrand Tavernier vuelca sus décadas de amor y trabajo en el cine en «Las películas de mi vida», una cinta mezcla de clase magistral, ensayo sentimental y reflexión histórica por parte de uno de los directores más aptos para semejante labor

Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

Siempre cometemos la misma equivocación: comenzamos a practicar el amor de manera espontánea hasta que nos damos cuenta de que habríamos perdido menos tiempo si hubiésemos escuchado antes a quienes ya conocen sus secretos. Eso es lo que uno aprende con «Las películas de mi vida» (2016), al escuchar cómo Bertrand Tavernier explica por qué después de ver una gran película no se puede ver y entender el mundo de la misma forma, por qué conectarse con imágenes es una manera de conectarse con cuanto hay a nuestro alrededor aun cuando no lo representen. Cada uno de sus pasos por la historia del cine francés nos muestra la mirada de alguien que discrimina pero no lo hace para canonizar a partir de sus criterios sino para reconocer que el criterio es tan caprichoso y cambiante que uno debe acatar su profunda subjetividad si no quiere acabar convertido en un plúmbeo y trasnochado académico o... en un crítico de cine. Ver –según él– consiste en reconocer la singularidad. Necesitamos encontrar singularidades porque nos ayudan a trazar nuestras carencias y porque unas vez trazadas podemos ir en busca de objetos de deseo que las hagan desaparecer.

Para situarnos ante la historia del cine francés, Tavernier utiliza un término extraído de la obra de George Orwell: «la decencia común». Según el filósofo y novelista Bruce Bégout, el término puede entenderse como un reflejo de ciertos valores conservadores pero también como el argumento de la clase trabajadora ante un Poder cada vez más deshumanizado y refractario a los valores populares. Tavernier, por su parte, define los valores populares a través de la obra de Jacques Becker, donde observa la simplicidad, la honestidad, la calidez, la limpieza, el estoicismo y el arrojo de sus personajes, casi siempre de extracción humilde. Cuando se refiere a «París, bajos fondos» (1952), no se centra en el protagonismo sino en los protagonismos, la peculiar manera de entrar cada uno de los personajes en escena y el esfuerzo de todos ellos para dar forma a una historia sin olvidarse de la Historia, describiendo al hacerlo una concepción del cine como esfuerzo coral y no como expresión individual.

Los trabajadores y el faraón

Esos planteamientos, enfrentados a los que normalmente se extraen de los directores de la Nouvelle Vague, podrían sonar «demodé» frente a la «política de los autores», demasiado alejados del culto a la personalidad de Jean-Luc Godard o François Truffaut, y sumisos ante la progresiva fractura social y cinematográfica de Francia, sin términos medios entre películas comerciales y de autor. Contra ese radicalismo, Tavernier recuerda con una vieja grabación la trifulca que se montó entre el actor Jean-Paul Belmondo y el realizador Jean-Pierre Melville durante el rodaje de «El confidente» (1963) porque este último llegó un día tarde al plató, olvidándose de que el resto del equipo estaba formado por trabajadores con horarios, familias y responsabilidades, y no por esclavos de un faraón o siervos de un monarca.

En «Las películas de mi vida», la Historia, la memoria personal y el gusto se entremezclan, describiendo al mismo tiempo a Tavernier como un cinéfilo, un director y un testigo. Conversó con Jean Gabin; entrevistó a Jean Renoir; fue asistente de Jean-Pierre Melville, agente de prensa de Jean-Luc Godard y amigo de Claude Sautet; vivió la Liberación, Mayo del 68 y mantuvo contactos con testigos de otros acontecimientos que tuvieron un significativo impacto en la sociedad y la cultura francesas, como el Frente Popular, la Ocupación, la Resistencia y la Guerra de Argelia. Algo así le permite ofrecer puntos de vista poco o nada maniqueos, a la manera de algunas novelas de Javier Cercas, sensibles de escarnio por parte de quienes todavía mantengan posiciones tajantes sobre la Historia y se nieguen a aceptar su reinterpretación a través del cine (o la literatura), en términos que permitan a la ficción mejorar nuestra perspectiva sobre la realidad (y el pasado). De Jean Renoir, por ejemplo, desvela sus coqueteos colaboracionistas antes de huir a Estados Unidos o el maltrato al que sometió a muchos de sus colaboradores, sin negar por eso su categoría artística, su genialidad, aunque en ningún caso la utilice a modo de justificación.

Esta película funciona como un diario emocional, una lección de anatomía de un oficio

Tavernier no actúa como juez, tampoco como fan incondicional a la manera de los defensores a ultranza del cine de autor. Su visión de una película es la de un mecanismo donde a veces las piezas funcionan y a veces no, por eso se detiene a evaluar el uso de ciertas lentes, la composición de ciertos encuadres o el uso de la música, dejando claro hasta qué punto un reloj muy bonito (y por extensión el arte) es inservible cuando es incapaz de dar las horas. El cine, en su opinión, nos mantiene vivos pero también nos puede mantener en estado comatoso si no consigue llevarnos más allá de donde nos encuentra. A él, las películas le ayudaron a superar la tuberculosis cuando era niño, mientras estuvo hospitalizado; y le salvaron mientras trabajaba en el montaje de «Las películas de mi vida», al tiempo que se recuperaba de una operación para extirparle un cáncer.

De una manera similar a las propuestas de Martin Scorsese en «Un viaje personal a través del cine norteamericano» (1995) y «Mi viaje a Italia» (1999), «Las películas de mi vida» funciona como una especie de diario emocional, una lección de anatomía de un oficio, un modelo educativo y un reflejo social de Francia, además de un recordatorio sobre las dificultades para conocer en profundidad la historia de un arte debido a ciertos avatares históricos, a los caprichos del capitalismo, a la pereza académica a la hora de fijar cánones (casi siempre constreñidos por cuestiones ideológicas), y a la amnesia y la prepotencia de un presente desde donde todo se juzga y se homologa a partir de una concepción de la cultura tan miope que a su lado un viejo maestro como Tavernier parece un aventurero.

Ver los comentarios