LIBROS

Stephen King, el daño placentero

Al leer «Fin de guardia» nos acompaña la grata sensación de que el narrador no nos lleva ventaja, sino que avanza con nosotros emocionándose y estremeciéndose de miedo

Stephen King AP

MARINA SANMARTÍN

«Escribir una historia es contársela a uno mismo», ésta es una de las ideas principales que Stephen King recoge en Mientras escribo , el muy aconsejable ensayo sobre vida y literatura que hace ya más de 15 años publicó Random en español y en el que el autor de Carrie y El resplandor no miente acerca de sus rituales frente a la página en blanco. Nos dice la verdad. Leyendo Fin de guardia tenemos ocasión de comprobarlo. Y es que, mientras seguimos al detective Bill Hodges en la última de sus peripecias, la que cierra la trilogía que empezó con Mr. Mercedes y se afianzó con Quien pierde paga , nos acompaña la grata sensación de que el narrador no nos lleva ventaja, sino que avanza con nosotros, al mismo tiempo y en caliente, emocionándose con el lector y, también con él, estremeciéndose de miedo.

Porque nos encontramos ante una trama que, como todas las de King, una sólida y nada ruidosa presencia en las quinielas más alternativas del Nobel , está viva y nos erizará la piel; una trama que golpea sin piedad el sueño americano y nos habla de la muerte en todos los sentidos.

Fin de guardia recupera a Bill Hodges en 2016, en la sala de espera de un médico. El detective está enfermo pero es incapaz de renunciar a una investigación que lo devuelve al punto de partida, ese amanecer de enero de hace ya una década en el que un Mercedes conducido sin piedad por el psicópata Brady Hartsfield se cobró ocho víctimas a la entrada de un centro cívico y dejó decenas de supervivientes lastrados de por vida. Entre ellos, una mujer madura, Martine Stover, que, a consecuencia del atropello masivo, quedó tetrapléjica, al cuidado de su madre y amparada por el cobro de varias pólizas de seguros. Fin de guardia empieza cuando Martine Stover y su madre «aparentemente» se suicidan y Bill Hodges no se lo cree.

A partir de aquí, Stephen King despliega su encanto y se sirve para ello de sus mejores armas: la descripción de un escenario, los Estados Unidos del siglo XXI, plagado de símbolos paganos , merecedores de la más despiadada de las críticas, como la «M» dorada del McDonald’s o el efecto sedante de los realities ; y el coqueteo brillante e ingenioso con lo sobrenatural, que en esta ocasión cristaliza en el Zappit, una miniconsola portátil, algo anticuada, cargada de videojuegos.

La combinación de estos dos elementos sirve para conjurar el daño placentero, un invitado imprescindible en todas las novelas de King (y, por extensión, del género), donde el lector disfruta sufriendo , de la misma manera en que a veces nos cortamos las uñas un milímetro más de lo necesario, acercando demasiado las tijeras a la piel.

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