Hitler, durante un desfile en Munich
Hitler, durante un desfile en Munich
LIBROS

Sobre la destrucción del Estado

La mayoría de ejecutores del «Holocausto de la bala», que desde 1941 precedió a las cámaras de gas, fue reclutado entre los vecinos de las víctimas. Es una de las sobrecogedoras conclusiones a las que llega Timothy Snyder en «Tierra negra»

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El 22 de septiembre de 1939, a las cuatro de la tarde, tropas alemanas y soviéticas iniciaron una parada militar conjunta, bajo enseñas con la esvástica y la hoz y el martillo, por la calle principal de la ciudad polaca de Brest-Litovsk (escenario veintiún años atrás de la firma del armisticio entre el Imperio Alemán y Rusia). Desde un podio contemplaban el desfile los generales Guderian y Krivosein. No fue el único acto de estas características que la Wehrmacht y el Ejército Rojo celebraron en Polonia, país que acababan de conquistar y repartirse, pero es el único del que se conservan fotografías y filmaciones. Timothy Snyder lo menciona en su último libro, atribuyéndole implícitamente un gran valor simbólico. Ambos ejércitos de sendos partidos totalitarios celebraban la destrucción del Estado nacional que se había interpuesto hasta entonces entre la Alemania del III Reich y la URSS.

Escribo «partidos» y no «Estados totalitarios», porque Snyder comparte con Hannah Arendt la idea de que los totalitarismos triunfantes comienzan por destruir sus propios Estados sustituyéndolos por conjuntos o redes de organizaciones sectoriales de sus partidos únicos, que suprimen la política al monopolizarla. Pero Snyder no toma de la pensadora judía la idea del anarquismo congénito de los totalitarismos para explicar la conquista del poder por estos en sus respectivos países, sino para referirse al efecto que tuvieron más allá de sus fronteras: es decir, la destrucción del Estado en los territorios ocupados (o anexionados), convertidos de este modo en espacios para la exportación y el despliegue de su anarquía originaria y de una correlativa e intensísima creatividad criminal. Indudablemente, este planteamiento debe lo suyo a Hannah Arendt, pero también a Thomas Hobbes y a su concepto de «estado de naturaleza», situación en la que todos pueden matar o ser muertos arbitrariamente.

Suerte desigual

Según Snyder, una gran parte de Europa Central y Oriental se transformó, entre 1939 y 1945, en campo de pruebas del fin del mundo: un inmenso agujero negro donde fueron masacrados millones de seres humanos de toda condición, edad, sexo, nacionalidad y credos, pero en el que las víctimas judías superaron en proporción a todas las demás. Allí donde, en la Europa ocupada por los nazis, las estructuras estatales persistieron pese a la ocupación, el número de judíos autóctonos que sobrevivió al Holocausto fue relativamente elevado e incluso algunos refugiados alógenos pudieron acogerse a la protección de las leyes y burocracias de los países anfitriones.

Donde los Estados fueron destruidos (Polonia, Austria, Checoslovaquia, países bálticos, repúblicas soviéticas de Ucrania y Bielorrusia) o sustituidos por Estados-títere (Eslovaquia y Croacia), la población judía fue exterminada en su práctica totalidad. En los demás países que cayeron bajo la ocupación directa o la influencia del nazismo, la suerte de sus judíos fue desigual: Dinamarca pudo salvar a casi todos, embarcándolos hacia Suecia; en Francia consiguieron sobrevivir tres cuartos de la población judía de nacionalidad francesa, aunque los refugiados extranjeros corrieron peor suerte. En Holanda, donde la administración siguió funcionando bajo la ocupación, pero cuyo gobierno había huido a Inglaterra con la reina Guillermina, hubo detenciones y deportaciones en masa hacia los campos de la muerte.

Snyder define a Hitler como un «anarquista zoológico» empapuzado de bazofia filosófica

Lo mismo sucedió, desde 1943, en países con gobiernos fascistas o dictatoriales aliados de Alemania (Hungría, Rumanía), en la Grecia semiocupada por la Wehrmacht y en Italia tras la caída de Mussolini. Sin embargo, aún en estos casos, los nazis no se atrevieron a asesinar a los judíos en el lugar de las detenciones y tuvieron que deportarlos a Auschwitz, es decir, a un territorio en el que la ausencia de Estado permitía asesinar a discreción, sin límites morales ni cuantitativos.

Ahora bien, como ya había observado Snyder en un libro anterior –« Tierras de sangre. Europa entre Hitler y Stalin» (Galaxia Gutenberg, 2011)–, sólo una pequeña parte de los catorce millones de personas asesinadas en las tierras sin Estado lo fueron en los campos de exterminio. La mayoría de los judíos de Polonia, Ucrania, Bielorrusia y la región báltica nunca vieron Auschwitz ni lager alguno. Fueron exterminados en los bosques y en las afueras de las aldeas, quemados vivos en graneros y sinagogas. Tampoco murieron, en su mayoría, a manos de verdugos de las SS o de la policía alemana, si bien todos los cuerpos armados nazis, incluido el ejército, tomaron parte, de una u otra manera, en el genocidio. La Wehrmacht asesinó en un solo día, el 28 de septiembre de 1941, víspera de Yom Kipur, a 33.761 judíos ucranianos en el barranco de Babi Yar, cerca de Kiev. Muchas mujeres judías fueron violadas allí mismo por los soldados y los oficiales antes de darles muerte, pero el mayor número de ejecutores del «Holocausto de la bala», que desde 1941 precedió a las cámaras de gas, fue reclutado entre los vecinos de las víctimas. Y un altísimo porcentaje de los asesinos procedía de las antiguas milicias comunistas lituanas, bielorrusas o ucranianas.

Lucha por la vida

Snyder define muy bien a Hitler como un «anarquista zoológico», empapuzado de bazofia filosófica y pseudocientífica. No sólo creía en la existencia de razas humanas diferentes, sino que las equiparaba a especies animales distintas y consideraba que, como sucede en el mundo feral, unas sobreviven a expensas de otras, arrebatándoles sus recursos alimentarios y expulsándolas de sus territorios.

Según Hitler, la naturaleza habría favorecido, con entera justicia, a las especies humanas más fuertes y mejor dotadas físicamente, si la más astuta de las razas débiles, la judía, no hubiera introducido en la lucha por la vida una distorsión moralista, religiosa o racional según los casos, pero siempre legalista y antinatural, que permitía a las razas inferiores crecer, multiplicarse y dominar por la fuerza del número a las superiores (entre la que descollaba, claro está, la germánica).

Gran parte de Europa Central y Oriental se transformó en campo de pruebas del fin del mundo

El proyecto de Hitler consistía en invertir la situación colonizando los territorios de la URSS, esclavizando a sus habitantes y matando de hambre a la mayoría de ellos, conservando únicamente a aquellos que pudieran ser utilizados como mano de obra servil. Pero, ante todo, era necesario exterminar a la raza que podría organizar la resistencia de los infrahumanos. Los judíos debían ser aniquilados.

Hitler pretendía utilizar a los polacos, que habían conseguido su independencia nacional tras derrotar al Ejército Rojo en 1919, como vanguardia en una guerra de conquista contra los soviéticos, pero los gobernantes polacos, aunque anticomunistas, se atenían a una estrategia distinta, el prometeísmo, que consistía en promover la creación de Estados nacionales aliados de Polonia que fueran mermando el poder de los bolcheviques.

Expulsados, pero vivos

Tal estrategia era precisamente la opuesta a la que Hitler auspiciaba y que consistía, como se ha dicho, en destruir los Estados ajenos y exportar la anarquía. Ni siquiera el antisemitismo del gobierno polaco tenía demasiado que ver con el nazi. A los católicos polacos les sobraban los judíos en su país, pero no los consideraban parias sin derechos. Se les presionaba para que abandonasen Polonia, pero, a la vez, se les incluía en el proyecto prometeísta. En tal sentido, el gobierno polaco apoyaba a los sionistas, o, más exactamente, a la facción sionista más afín al nacionalismo anticomunista polaco, el Beitar, del que surgiría el Irgún y, más tarde, la derecha nacional israelí, el Likud. Los líderes históricos de esta tendencia (Vladimir Jabotinsky, Yair Stern, Menájem Beguín, Yitzhak Shamir, Benzion Netanyahu) se forjaron en las organizaciones militares polacas y, hasta el ascenso de Benjamin Netanyahu, todos ellos habían nacido en Polonia y hablaban polaco tan bien como o mejor que el hebreo.

Tras el pacto germano-soviético de 1938, Hitler se decidió a invadir Polonia y a repartírsela con Stalin. Snyder ve en la «doble ocupación» de Polonia (y, por extensión, de Ucrania, Bielorrusia y los países bálticos) una explicación de la celeridad y de la eficacia del «Holocausto de la bala». Los nazis crearon el mito judeobolchevique–la identificación exclusiva del comunismo con los judíos– como un recurso exculpatorio para todos aquellos antiguos comunistas no judíos de las tierras ocupadas por el Ejército alemán que quisieran redimir su pasado culpable mediante el asesinato masivo de sus vecinos judíos. Y fueron miles, cientos de miles o tal vez millones los eslavos y bálticos que se acogieron a dicha fórmula.

La mayoría de los judíos del Este de Europa nunca vieron Auschwitz. Fueron exterminados en los bosques y en las afueras de las aldeas

Los rescatadores –tanto los que Snyder llama «salvadores grises» o ambiguos, como los «justos»– representaron, por el contrario, una cantidad mínima e inapreciable en los países sin Estado de la Europa del Este, una enorme república de Salò en la que los nazis podían realizar sus más inconfesables fantasías sádicas. Solamente donde el Estado había conseguido mantenerse, pudieron ciudadanos de muy distintas categorías, funcionarios, policías y diplomáticos salvar por miles a judíos destinados al exterminio.

Snyder resulta muy convincente cuando sostiene que no se debe imputar el Holocausto a una concentración excesiva de poder en el Estado, sino a lo contrario: a su debilitamiento y a su destrucción, pero no acaba de hacer creíble la tesis que expone en su último capítulo: la de que el mundo actual puede volver a pasar por experiencias semejantes a las de aquella Europa de los años 30 y 40 del siglo XX. Sin duda, vendrán tiempos terribles, si es que no están ya aquí. Terribles, pero muy distintos.

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