Juan Luis Galiardo como el caballero andante, en el segundo «Quijote» de Gutiérrez Aragón
Juan Luis Galiardo como el caballero andante, en el segundo «Quijote» de Gutiérrez Aragón
CINE

«Don Quijote» en el cine, un retablo de (algunas) maravillas

El «Quijote» ha sido un libro notoriamente difícil de llevar a la pantalla. Algunos tuvieron éxito en sus intentos, pero otros directores -como Orson Welles o Terry Gilliam- acabaron derribados por las aspas de los molinos

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Orson Welles fue un cineasta de extremos, también por lo que se refiere a las fuentes de su obra. Sin duda uno de los grandes adaptadores de Shakespeare a la pantalla, fue también perseguidor (en el sentido de Cortázar) de un Quijote cinematográfico que nunca consiguió alcanzar. Pero también firmó alguna obra maestra partiendo de «pulp fictions», como revela la famosa anécdota sobre el origen («vi el título en un quiosco»…) de «La dama de Shanghái». Esta bipolaridad literaria ilustra muy bien el principio inverso que viene rigiendo -atormentando, más bien- el concepto de adaptación de la gran literatura a la pantalla.

Ya sugería Pío Baroja en 1927 que el «Quijote» o «Hamlet» no iban a dar origen a filmes interesantes pues ya habían tocado techo expresivo en su formato original, el de la palabra escrita; pero quizá también, habría que añadir, porque el cine es, precisamente, un medio distinto cuyo potencial no depende de manera irremediable de la excelencia del argumento de partida.

Este es el principio inverso: un relato poco distinguido puede generar una película mucho mejor, pues tiene menos cuentas que rendir y sobre todo tiene mucho más espacio para encontrar una forma propia. Pero el problema del específico, literario o cinematográfico, no agota la cuestión: la huella cervantina puede encontrarse no tanto en la fidelidad de una adaptación, en la restitución de un paisaje y una época, sino en aquellos cineastas que han aprendido la lección de esta novela autorreflexiva, de ese texto «consciente de sí mismo», de esa metanovela que fue, antes de que se inventara tal vocablo, el «Quijote». En un estudio canónico sobre la reflexividad (el predicado modernista de que el arte debe revelar sus procesos de construcción) en el cine, Robert Stam estampa en la primera página del prefacio que su libro podría haberse titulado, a la manera de Ortega, una meditación sobre lo quijotesco o lo cervantino…

Versiones exóticas

Parece que la primera encarnación fílmica nacional del ingenioso hidalgo llegó en 1908 de la mano del pionero catalán Narciso Cuyás. No parece que fuera otra equivocada tentativa de legitimar el cine por contacto con artes más nobles y viejas, como por aquellos años intentaba en Francia el «film d’art»: el libro de Cervantes no había dejado de ser un «best seller» -o mejor, un «long seller»- y lo que se buscaba aprovechar era su popularidad, su «brand», esa marca reconocible (no exige campaña publicitaria para explicar el producto) que hoy explota el cine de franquicia. De hecho, hubo versiones anteriores, en el cine primitivo francés, una de Gaumont en 1898, otra de F. Zecca en 1903 (según Catalina Buezo se reducían a una suerte de viñetas ilustradas). Y las adaptaciones que más se citan de la edad clásica son, no sólo internacionales sino casi exóticas, como la que hace el alemán Pabst en 1932 con Chaliapin, con algunas escenas cantadas, y la que firma 25 años más después Kozintsev en Crimea con el formidable Nikolai Cherkassov (el «Iván el Terrible» eisensteiniano). Por algún motivo, la figura icónica del hidalgo manchego para los espectadores ilustrados de varias generaciones vendría encarnada por histriones rusos.

La textura y los ritmos del lenguaje arcaizante del hidalgo, y el casticismo de su escudero, venían mejor servidos por Rafael Rivelles y Juan Calvo en la versión de 1947 de Rafael Gil, reincidente de las adaptaciones literarias, pero esta es menos conocida fuera, pese a que según Pedro J. Pardo fue un caso puro de «branding», al gestarse como «una operación propagandística de la españolidad y del régimen franquista en el exterior». Donde seguro que se conseguía el equilibrio entre lenguaje visual y verbal fue de la mano de un cineasta que era también un hombre de letras, autor habitual de sus guiones, como Manuel Gutiérrez Aragón. Su adaptación tomó la misma forma que el libro, en dos entregas; primero una miniserie de cinco horas con un perfecto Fernando Rey (el contrapunto lo daba Alfredo Landa como Sancho Panza) y luego un largometraje con unos contenidos Juan Luis Galiardo y Carlos Iglesias.

Un sueño imposible

Gutiérrez Aragón cuenta que cuando preparaba el «Quijote» le decían que era una historia que siempre termina mal para los cineastas. No fue su caso, pero sí el de dos intentonas míticas que han demostrado ser un sueño imposible, por citar el célebre tema de la menos celebrada versión musical de una novela que ha conocido también encarnaciones de animación, o con Cantinflas, o centradas en Dulcinea... El proyecto del «Quijote» no fue para Orson Welles un capricho español sino el gran síntoma (no llegó a ser fruto) de su genuina pasión española, desde que empezó a rodarlo en México hacia 1957 hasta su muerte treinta años después. El montaje de menos de una hora que pudimos ver en Cannes en 1986 no movilizó muchos entusiasmos, como tampoco la versión que montó Jesús Franco para la Expo de Sevilla.

A Gutiérrez aragón le dijeron que esta novela siempre termina mal para los cineastas

El experto wellesiano Esteve Riambau ha evocado la intención del cineasta de actualizar los personajes, plasmada en escenas como esa en la que Alonso Quijano arremete contra una pantalla de cine para defender a una heroína en peligro. Este anacronismo (que evoca «Los carabineros», de Godard, o, el «Sherlock Jr.» de Keaton) es congruente con ese gran «motif» cervantino: la confusión entre ilusión y realidad. Y al mismo tiempo previene de los riesgos de una adaptación literal, como ocurre con todos los intentos de adaptar el realismo mágico al cine: el lector sabe distinguir entre gigantes y molinos de viento, pero el cineasta tiene que elegir si mostrarlo literalmente. Este juego con el punto de vista es un asunto esencialmente cinematográfico: un simple cambio de plano puede describir la alucinación…

Terry Gilliam ya había filmado una conmovedora variante cervantina en «El rey pescador», haciendo que el actor con físico sanchopancesco Robin Williams fuera el lunático y el desencantado Jeff Bridges su escudero, pero luego decidió adaptar directamente ese libro que no había leído. Alucinó al hacerlo, como todo anglosajón que lee antes «Tristram Shandy» y «Tom Jones» que el «Quijote», y se convirtió en una obsesión que casi acaba con él.

De Rochefort a Hurt

Empezó a rodar en 1998 la primera de las muchas versiones que seguirían, con el gran Jean Rochefort (quizá demasiado «charmant» para Quijano). Johnny Depp fue durante tiempo un Sancho definitivamente demasiado guapo (aún no le habíamos visto de pirata)… Pero luego todo se paralizó y un documental fascinante, «Lost in La Mancha», contaba en 2002 cómo Gilliam, que tenía heridas de batallar contra los financieros del cine, había encontrado aquí las verdaderas aspas de gigante. Su versión era un juego intertextual: el protagonista vuelve al pueblo español donde rodó un «Quijote experimental» y, como en una versión inversa de aquella película del ángel de Capra, ve que todos quienes trabajaron con él se han degradado. Suponiendo que esta sea la versión que vaya a filmar ahora Gilliam, que hace muy pocas semanas reanudaba el rodaje con John Hurt como hidalgo.

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