CINE

«Palmeras en la nieve», Guinea Ecuatorial: de la nostalgia nívea a la palmera ausente

¿Hasta qué punto se corresponde con la realidad la imagen que de Fernando Poo (actual Bioko, parte de Guinea Ecuatorial) hemos podido ver en la película «Palmeras en la nieve»? Responde el escritor ecuatoguineano Juan Tomás Ávila Laurel

Madrid Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

Querido director de esta película: Cualquier bubi al que hables de palmera, y si es que quieres hablar de un bubi verdadero, y no de cualquiera que haya nacido en Leganés, pensará inmediatamente en el aceite de palma y en el topé, esta delicia sacada del corazón de la palmera sin tener que cortarla porque entre aquellas gentes tenía categoría de diosa, o casi. Al hablar de la misma desde el principio, la historia exigía que el aceite se viera y que al calor ahuyentador del temible «mutu mutu» se viera escanciar el topé. ¿Casarse y visitar al espíritu sin derramar, para ellos y para los vivos, el vino de palma? Sin hablar. Categórico.

¿Hay que ir al trópico más húmedo para contar la historia de cuando los blancos tenían su pie sobre el cuello de los negros o cuando las espaldas negras eran visitadas por látigos bendecidos por la religión? ¿O para hablar de pasiones reprimidas entre chapeo y recolecta del cacao? Pues si hay que ir necesariamente, que sea con todas las consecuencias.

Y es porque en el relato hay un intento por rescatar un pasado que pocos saben lo que fue, o directamente no lo sabe ya nadie. Entonces el esfuerzo debe ser más. Y es que a distancia media el escenario prestado sí se confundiría con el insular guineano, pero a la corta se echa en falta lo inconfundible, cualquier cosa que te recuerde a ti que eres de allá, que reconoces este olor, este sonido, este color, ese habla.

Ni siquiera las recurrentes vueltas al presente pudieron dar cuenta testimonial del emplazamiento actual. En esto los que dirigían la cinta actuaron, curiosamente, como las autoridades en plaza: las ciudades no se muestran, las caras de los transeúntes se vislumbran, como si hubiera algo en el ambiente que quemara.

Calores nocturnos

Fidelidad. Quizá sin pretenderlo, pero fidelidad. En la isla, al menos por lo que se dice en los anales, los colonos estaban solos, vivían solos, al margen de la necesidad del bracero nigeriano, lejos de la desconfianza del hombre bubi y totalmente apartado de lo que había en el corazón del resto de los nativos. Y esto a pesar del boy, un sirviente que podía servir lo que quisiera y podía cerrar los ojos si quería.

Era imposible que aquellos serviciales sirvientes no supieran que los calores nocturnos, y el coñac, exigían al flaco cuerpo la cercanía de una nativa incapaz de comprometer el voto del matrimonio católico o romperlo sin vergüenza. Y es que la vergüenza no sería de ella, sino del creyente que se casa antes de ir a una tierra desconocida y a ejercer de jefe de unos negros que no estaban atados a un dios machista.

Drama. Los obstáculos se oponen a los deseos y crean tensión, un asunto que se resuelve mediante el uso de la fuerza, o de la violencia, que no es lo mismo. ¿Pero para qué? Pues para calibrar con justeza la intensidad de una convivencia que se quedó a las puertas, pues hubo mediación de las barreras, humanas y físicas: allá el cacao y los intereses anexos, acá el «boy» que deja el salacot colgado para ofrecer el ausente refresco de coco.

Y como todo es historia, verdadera historia que sigue explicando una realidad presente, el asunto que tenemos entre manos exige que se pregunte por las verdaderas razones por las que la producción, o quien esté encargado, tuvo que cruzar el Atlántico en busca del tropical follaje si bastaba ir en línea recta para descubrir una isla, Fernando Poo, que no ha perdido las características de su particular emplazamiento.

Cenizas de vida

¿Por qué otros negros, y otro mar con isla tomada por otra flora, si acá podemos, si es el deseo de los que deciden, poner en pie lo que antes había? Y aquí había que decir algo que sólo se entendería si se dijera de forma lapidaria: no es lo mismo recrear un pasado que restaurar una vida de sus cenizas. Porque el recorrido común que exige que se busque en el oeste lo que está más al sur es un elemento revelador de un hecho profundamente llamativo, y es que no sólo existe animadversión entre los herederos de aquel pasado escurridizo, sino que apenas quedan vestigios tangibles de cuando había que dar parte de la cosecha que se embarcaba, íntegra, a la península, y esto que de aquellas fechas no ha transcurrido un siglo; todo se fue al aire o comido por la fuerza acaparadora y exuberante de la naturaleza, o apropiado por el afán modernizador de los jefes de lo que resultó el país cuando la historia dictó su sentencia irreversible.

«Palmeras en la nieve». Drama sin necesidad de buscar ni identificar parajes inhóspitos, pero al ser pretendidamente nostálgico, hecho con intenciones de recordar, incurre en algunas licencias por las que el director tendrá que pedir disculpas a su colega en el arte, la novelista que lo recogió todo. Las licencias son los recursos que cuando se hacen llamativos dan lugar al llamativo fenómeno llamado anacronismo. Aunque muchas veces son tan sutiles que se diluyen en el entramado de la historia cuando está bien contada. Es precisamente el bien contar por el que parajes, nombres y recuerdos pasan a un plano secundario y el invitado, al final de todo, busca la historia particular de los que prestaron su cara para el maquillaje.

Allá abajo, encima casi de la línea ecuatorial, hay cosas que solamente pasarían en otro sitio si la misma línea imaginaria extendiera sus efectos a otra tierra lejana. Aquella búsqueda de parajes para adecuar o asentar la historia de la que dimos constancia no es cuestión baladí. Entonces, y clamando por cierta ausencia que no pasa inadvertida, hemos de fijar la atención en un hecho que cualquier cronista no dejaría de señalar: ¿cómo es posible que en la cinta, generosa en metraje, rotunda en el golpear, cierto mal que se decía «francés» pueda aparecer dos veces, o más quizá, como el mal que se abatía sobre los foráneos, mientras los cementerios isleños están llenos de huesos hurtados a la vida de los que sucumbieron al paludismo cruel?

Es esta falta de atención por la naturaleza peligrosa por la que cierto anciano comido por la nostalgia apenas aporta nada en el relato, cuando su historia podría haber sido dignificada si su postración en la cama hubiera sido debido a un golpe palúdico que dañó sus cabales y le dejó trastornado para que los deudos que atestiguan sus desdichas mencionen el sulfato de quinina, aquel remedio ineficaz que recordaba que el mayor peligro de la antigua África española no eran las serpientes, ni siquiera las «miningas», amables, útiles y necesitadas a la par, víctimas de un sistema machista que ensombreció sus servicios, sino el anófeles. Incluso en el vigor de la juventud, cuando le sobraba bríos, cierto desvanecimiento que tuvo puede ser catalogado como un hurto a la fama de la peligrosa malaria.

Para no volver

Pobres historiadores, porque no solamente fueron incapaces de dignificar una vejez injustificada, sino de poner de relieve el asunto central en la convivencia entre colonos y negros a mitad del siglo XX: la soledad, el «apartheid». Porque si aquel hecho se hubiera resaltado, se hubiera podido explicar cómo fue el desenlace, salpicado de licencias, de aquella historia. Cómo se fueron al puerto y se embarcaron para no volverse jamás, pese a que en la despedida no había habido la mediación de una guerra declarada.

Ah, apareció Clarence, joven corremundos que sólo sirvió para reincidir en el tópico de la bravía de los negros, a buen entendedor. Lo que cuestiona definitivamente a la sociedad española es que entre los que tomaran parte hubiera tan pocos guineanos. Y esto es otra historia, o la misma, todavía sin contar.

Ver los comentarios