«Collage» de Cristina de Middel, de su exposición «Muchismo», en el Centro Cultural de la Villa
«Collage» de Cristina de Middel, de su exposición «Muchismo», en el Centro Cultural de la Villa
LIBROS

El niño tonto y el niño viejo

El perro Leal, un libro que se niega a ser leído, cuentos para dormir a un león, vacas que flotan y lavadoras «lavablandas». La literatura infantil da para eso y mucho más

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El escritor chileno Luis Sepúlveda contó su relación sentimental con el Ratoncito Pérez en un foro sobre bibliotecas de la Universidad Complutense de Madrid en el año 2008. Su ratoncito, dijo, no era «un miserable mercachifle» (en palabras de su abuelo), sino un tipo literario, y al caerse su primer diente no le dejó en la almohada una moneda, sino la adaptación infantil de «El último mohicano», de James Fenimore Cooper. Luis Sepúlveda, que es autor de «Un viejo que leía historias de amor» o de «Historia de una gaviota y del gato que le enseñó a volar», publica en Tusquets su regreso a la literatura juvenil con una muy hermosa novela titulada « Un perro llamado Leal», narrada en primera persona por un pastor alemán arrebatado a un niño mapuche, pueblo indio de la Aracaunía en Chile.

Desde las primeras líneas el lector queda adherido a la intimidad del animal, que puede oler el miedo de los humanos que le han marcado el destino.

Es una gran lectura que incluso avasalla al lector, allí atrapado desde las primeras líneas, «Amor a la vida», de Jack London (Gadir; título de la valiosa colección «El Bosque Viejo»). La aventura de dos buscadores de oro y la narración, con interpelación moral, que surge ante la lucha por la vida.

Otra recomendación de lectura juvenil es un libro publicado por Siruela (que ahora saca a la luz lo último de Cornelia Funke, «El hilo de oro»), y que se trata de « El libro salvaje», de Juan Villoro, donde el periodista y escritor mexicano cuenta (conectando muy bien con el lector) la historia curiosa de un libro rebelde que se resiste a ser leído.

Criar despacio

Estos títulos quedan del lado de la literatura, y preservan y azuzan el asombro del lector. Desde esta idea de protección del asombro podrían relacionarse incluso con libros de iniciación, totalmente distintos y destinados a los más pequeños (a partir de dos años): por ejemplo, « Veo, veo, en la calle», de Fiona Watt (Usborne), ilustrado por Stephen Barker, que funciona muy bien, y donde al lector se le pide encontrar detalles en cada página, o también, en esta línea de detenerse a observar, « Dos como ninguno», de Britta Teckentrup (Flamboyant), y « ¡Oh! ¡Un zig-zag!», de Antonio Ladrillo, publicado por la recién creada editorial Silonia. También en este sello, un buen libro que muchos recordarán de su propia infancia, divertido y bien trazado, de la húngara Eva Janikovszky, con las ilustraciones tan singulares de László Réber: « Si yo fuera mayor»: «Si yo fuera mayor, me sentaría siempre sobre las rodillas, me pondría guantes blancos y pasaría la mano por todas las verjas, plantaría una palmera en el vaso del cepillo del dientes, me comería una tableta de chocolate enorme antes del almuerzo».

En un artículo interesante, «Criar despacio», la psiquiatra infantil Ibone Olza escribe sobre cómo a la crianza se le ha impuesto un ritmo de producción industrial. Se precipitan los partos y los aprendizajes, se sobrestimula a los niños para que superen etapas de crecimiento con rapidez y las prisas son el mensaje central que, consciente o inconscientemente, se traslada a la infancia. Se moldean los primeros descubrimientos de la vida con estrés y se olvida la importancia de detenerse y también del disfrute: «Con mucho placer, sólo así es posible criar dulcemente».

Es este un riesgo contemporáneo en el que la literatura infantil y juvenil también toma parte, ya que algunas de sus novedades marcan la tendencia de esta aceleración de la infancia. Algunos libreros y editores repiten la frase «los niños no son tontos». Siguiendo este argumento se proponen títulos que, de fondo, en lugar de contar una historia, buscan antes explicar un entorno. Y en este camino entre el contar y el explicar se pierde, creo, la fuerza de la literatura infantil.

Una niña caza nubes en «Temporada de lluvias», de David Fernández Sifres y Adolfo Serra

En lugar de esperar a que la complejidad de la realidad se muestre con sutilidad a través de una historia que se narra, es la historia la que queda subordinada a determinados asuntos y mensajes que ya se proponen de antemano con buena intención y con ese extraño fin de no tratar a los niños como si fueran tontos. Libros sobre la muerte: y no sólo ocurre que alguien muere, sino que se busca una «concienciación» acerca del morir y de los sentimientos de duelo. Libros sobre el estrés y sobre el divorcio, sobre los celos o sobre la buena administración del dinero. Y resulta que, cuando aparece una segunda intención manifiesta y buscada, no hay descubrimiento. Y el niño tonto, que no era tonto sino inocente, se convierte en un niño viejo prematuro. Aunque a veces se quiera confundir, inocencia no significa estupidez, sino «candor, sencillez». Este tipo de libros puede tal vez «educar», pero no inicia en el anhelo profundo de la literatura. Un niño percibe la mercantilización de una historia y pierde el interés. Ya no se asombra.

A la vera de este asombro, proponemos más títulos. Por ejemplo, « Cómo dormir a un león y otras crónicas verídicas» (Milenio), de Mar Benegas (también poeta: «Diez ardillas» o «A lo bestia»), ilustrado por Lucía Serrano. Son páginas que fluyen como lo hace un río y que, entre el humor y la ternura, logran provocar el placer de la lectura. Ana es una niña periodista, bien aleccionada por su abuela, y hermana mayor de una pequeña que anda ensuciándolo todo como un monstruo de las galletas en miniatura.

Poesía y trastos

También, « Cuando las vacas flotan», de Ximo Abadía (Takatuka), autor de «De mayor quiero ser pequeño»; « El universo en tus manos» (La Galera) y « Un inquietante zumbido» (Edelvives), ambos de Pepe Maestro (este último título, parte de la serie recomendable «Los cuadernos de Violeta»); « Temporada de lluvias», de David Fernández Sifres (SM), ilustrado por Adolfo Serra, sobre una niña que caza nubes, incluso una con forma de pirata con parche en el ojo; y « El Papa Francisco habla a los niños», de Grace Ellis (Edebé).

La poesía, muchas veces arrinconada de manera injusta, es de una delicada eficacia a la hora de introducir a los jóvenes en la lectura. Es un hermoso libro « Trastario. Nanas para lavadoras», de Pedro Mañas (Kalandraka), bellamente ilustrado por Betania Zacarías. El escritor dedica poemas a los trastos de la casa; al reloj y a la cañería, que se enamoran; al pelapatatas y a la tostadora, que sueña con escapar. Este es el que le escribe a la lavadora que da título al libro: «De tanto comer bufandas / y jerséis de lana pura, / se ha vuelto una lavablanda / mi potente lavadura: / pide jabón de lavanda / y trajes de alta costura. / ¡Mi elegante lavablanda / se ha vuelto una caradura!».

Por último, recupera a Antonio Machado la editorial Bruño en su colección «Poesía ilustrada». Y entonces, « Era un niño que soñaba»: «Era un niño que soñaba / un caballo de cartón / Abrió los ojos el niño / y el caballito no vio». El niño intenta agarrar al caballo del sueño para que no se le escape, pero este vuela de sus manos. Después, «Cuando el mozo se hizo viejo / pensaba: Todo es soñar, / el caballito soñado / y el caballo de verdad». Se tocan en este poema niñez y vejez: el niño seguro de su sueño, el mozo que unos versos más adelante duda, y el viejo que, seguro otra vez, extiende el sueño de la infancia a las cosas de verdad. Un círculo perfecto.

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