Paul Weller, en una imagen promocional
Paul Weller, en una imagen promocional
ALTA INFIDELIDAD

Música «ambient»: ambientes cargados

Frente a los ensayos musicales realizados por Paul Weller o Jarvis Cocker, la huida hacia adelante que, al margen del pop, protagoniza la nueva generación de músicos ha provocado una saturación de piezas de «ambient»

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Cuando hace ahora doce años los Pet Shop Boys editaron su Battleship Potemkin en EMI Classics, al dúo británico le impidieron figurar en el índice de la división clásica del sello discográfico con su nombre de guerra y discoteca, sacrificado para inmortalizarse, de allí a la eternidad, como Tennant/Lowe. Con una tipografía sensiblemente menor y a modo de guía para los seguidores de los autores de West End Girls, la portada señalaba que la obra estaba interpretada «por los Pet Shop Boys y la Dresdner Sinfoniker, dirigida por Jonathan Stockhammer». Ahora son Jarvis Cocker y Chilly Gonzales, mano a mano, quienes debutan en Deutsche Grammophon con Room 29, una historia de fantasmas ambientada en el Chateau Marmont de Sunset Boulevard.

La apertura del catálogo de Deutsche Grammophon a la obra de compositores procedentes del pop, más intuitivos que preparados para manejarse entre partituras, va acompañada del fichaje de creadores de formación y aliento clásicos por parte de sellos que desde la Nueva Ola habían sido refugio del rock alternativo.

Método e intuición

Si la compañía alemana tiene ya entre sus referencias a Bryce Dessner (The National), Elvis Costello e incluso un volumen de remezclas electrónicas (Sleep Remixes), en 4AD están que lo tiran con la reciente incorporación del pianista David Moore, compositor que firma sus obras como Bing & Ruth y cuya disciplina académica, bajo el riguroso método Suzuki, lo sitúa en los antípodas de quienes en el último medio siglo, y por fortuna para quienes han frecuentado un mercado en el que se demandaba y despachaba expresividad de origen visceral, con mucho corazón, se han conducido por los locales de ensayo y los estudios de grabación con menos papeles que una liebre, casi de forma instintiva: cuando lo de su Acorazado Potemkin a los Pet Shop Boys les tuvo que echar una mano Torsten Rasch para que la Sinfónica de Dresde pudiera seguirles el hilo sobre un pentagrama.

La pasada semana fue Paul Weller, fundador de los Jam y maestro de la composición de canciones de hechuras convencionales, quien dio un desprendido paso adelante y presentó en Jawbone unas piezas instrumentales en las que deja atrás toda figuración y desafía a los oyentes -sobre todo a los suyos, a los que lleva pastoreando más de cuarenta años- con un ejercicio de abstracción que toca techo en Jimmy/Blackout. Aunque distorsionada, no termina de soltar la guitarra Paul Weller, que a lo largo de los veinte minutos y pico que dura este pulso musical recurre a los artificios de una experimentación electrónica cuyas zonas de sombra recorre de cabo a rabo.

El propio Brian Eno ha creado una aplicación que permite crear «ambient» desde el teléfono móvil

No llega el autor de Going Underground a ningún sitio desconocido, pero al menos se sale de sus casillas y se pierde en un área cuya incierta conquista, cuarenta años después de debutar con los Jam, revela su voluntad de trascender las estructuras del pop. Como dijo monseñor Ethelbert Talbot, lo importante es participar. Peor es tratar de sonar como Morente en Omega y terminar pareciéndose a Medina Azahara, pero sin mechas, para llegar a la conclusión de que el rock andaluz ya era post-rock. Quién sabe.

Lo que hasta hace pocos años había sido una peregrinación individualizada hacia las capillas de la música culta, un viaje de ida y vuelta por el retorcido mapa de los complejos personales y que se remonta a los años sesenta, se ha convertido en los últimos meses en un ejercicio de trashumancia de dimensiones ganaderas y resultados demoledores. A las personas musicales, casi todas a una, les ha dado por hacer ambient. Lo que alguna vez pudo ser una manera más o menos digna de establecer, por elevación, diferencias culturales se ha convertido así en una manifestación de vulgaridad, paradoja que ha atrapado a todos los que quisieron huir del pop y, de mal en peor, han terminado en un purgatorio en el que nunca pasa nada, como en el Cielo de los Talking Heads, y en el que para más inri no cabe ya más gente.

Del montón

En los dos meses y medio que llevamos de 2017 se han acumulado tantos trabajos de ambient en las estanterías -por ahí andan los últimos álbumes de Forrest Fang, Mogador, Chris Dooks, Matthew Stewart, Smackos, Jefre Cantu-Ledesma, Gidge. Lawrence English o Gailes, entre otros, por no bajar mucho el listón- que han devaluado la etiqueta a la que habían recurrido para subrayar la singularidad de sus obras.

Obsesionado con la infinitud de las tramas musicales y la combinatoria asistida por algoritmos, el propio Brian Eno ha creado una aplicación -muy intuitiva, como el pop- que permite a cualquier cliente de Apple crear ambient desde su teléfono móvil y cuyo manejo desmonta cualquier presunción de experimentalidad en quienes han seguido sus pasos. No hace falta ser Paul Weller o Jarvis Cocker, por los riesgos que implican a su edad las posturas de fuerza, para abandonar el carril del pop con la dosis necesaria de valor y libertad de la que parecen carecer quienes han evitado una jaula para meterse en otra, trabajadores sindicados del ambient que a este paso van a lograr que una tosca pieza de rock resulte medianamente innovadora.

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