ARTE

El MUSAC le saca los colores al racismo

Con la colectiva «Todos los tonos de la rabia», el museo leonés analiza lo que es «crecer en un mundo blanco»

«Arquitectura de las transferencias», de Wildi Merino, y «El museo del ostracismo», de Sandra Gamarra

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No nacemos racistas. Ésta es la principal idea, tan simple como fácil de olvidar, que maneja la exposición que acaba de inaugurar el MUSAC . Aprendemos a ser racistas , con gestos tan bobos como el de llamar «color carne» a aquel con el que coloreamos de niños el rostro del Rey Melchor frente al «marrón» de Baltasar. Por eso destaco como uno de los puntos fuertes de esta muestra el peso que la oralidad, que la «literatura», tiene en la creación de tópicos y prejuicios, y, por lo mismo, su valor como herramienta de resistencia para reescribir discursos.

Por esto mismo, Todos los tonos de la rabia combina las piezas audiovisuales con la poesía (como los textos de Gloria Anzaldúa o Guillermo Gómez-Peña cubriendo los ventanales de los patios del centro). Su título, sin ir más lejos, se extrae del poema Shades of Anger , de la libanesa-palestina Rafeef Ziadah , una conmovedora joya recitada en un vídeo y que abre el recorrido, dando cuenta del estigma del «diferente» incluso antes de nacer (las mujeres árabes entendidas como gestantes de terroristas) y, por lo mismo, la maternidad como primer frente de batalla desde el que invertir las inercias. La rabia (no siempre constructiva, todo hay que decirlo, pero comprensible ante siglos de supremacía de un pensamiento occidental, colonialista y heteropatriarcal) será el arranque de los proyectos.

Viejos conocidos

Son sus comisarios, la colombiana Carolina Bustamante (1983) y el chileno Francisco Godoy (1983), viejos conocidos de las instituciones madrileñas. Nuestro contexto es el punto de partida de su propuesta, la cual convoca a creadores que hoy viven entre nosotros en España pero que nacieron en otras latitudes, en un deseo de dar a conocer la larga sombra del racismo que les acecha.

Un círculo que a su vez se amplía acudiendo a otros artistas (en muchos casos de trayectorias más consolidadas, como Ingrid Wildi Merino, Victoria Santa Cruz o Silvia Rivera , lo que a veces genera una brecha generacional evidente en el recorrido, tanto en discurso como en formalización de ideas), básicamente de Latinoamérica. Y ahí es donde el proyecto se tambalea: por un lado, porque lo que iba a ser un análisis sobre el racismo se convierte, por momentos, en una diana contra los aspectos negativos de la conquista de América (y a los ciudadanos occidentales se nos relaciona con un estigma secular, algo parecido a lo que denunciaba Ziadah). Por otro, porque al poner tanto el foco en una realidad geográfica, excluye a otras. No hay aquí ni rastro del racismo hacia el asiático. Ni siquiera hacia el marroquí, a pesar de la gran colonia que hoy vive en España, que era el punto de partida del estudio.

«Y tú, ¿por qué eres negro?» , le preguntaban de niño a Rubén H. Bermúdez, el único artista nacido aquí de los reunidos. Darle la vuelta a esta inquisitorial pregunta, como en el título de este texto, da pie a descubrir lo interiorizado de muchos comportamientos racistas y el peso de los mismos. Su propuesta sigue funcionando mejor como fotolibro. Me quedo con una frase de Yos Piña (artista de la muestra) y Jess Oliveira , que demuestra lo pertiniente de la exhibición: «Cuando se me quiere, se me dice que es a pesar de mi color. Cuando se me odia, se añade que no es por mi color... Aquí o allí soy prisionero».

Crecer entre blancos

La muestra, pues, analiza lo que es «crecer en un mundo blanco» , cargando las tintas sobre los procesos educativos. Aquí destaca el cuento para colorear de Daniela Ortiz para desaprender lo enseñado. Ilustra cómo la erotización del cuerpo es otra forma de sometimiento, con críticas tanto al movimiento feminista como a la teoría queer de «mirada blanca». Se opone al «racismo biológico» , el de los zoológicos humanos del XIX, y a esos pensamientos que entienden al de otra raza como animal. Y alcanza su punto más candente en su última sección -«No esperaban que sobreviviéramos»- en la que se devuelve la voz a productores de conocimiento que no se rigen por parámetros occidentales. Una crítica a las universidades y a los libros, en favor de una tradición oral como fórmula para que otros pensamientos nos lleguen. Y ahí sobresale la gran instalación de Wildi Merino. Con todos sus tonos y todas sus rabias.

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