Mankell, fotografiaado en la 59th Berlinale de 2009, de la que fue jurado
Mankell, fotografiaado en la 59th Berlinale de 2009, de la que fue jurado - Reuters
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Las arenas movedizas de Henning Mankell

La semana pasada, Mankell perdía la partida contra el cáncer. Hasta entonces, vivió «con un pie en la nieve (Suecia) y el otro en el polvo» (África). Y con la literatura como norte. Nos deja un inmenso legado: el del comisario Wallander

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Henning Mankell vivía en un pueblo costero a unos 80 kilómetros al sur de Gotemburgo. Por las noches veía las luces de los barcos que hacían la línea Oslo-Copenhague. En primavera se sentaba en el patio a escuchar el canto de un mirlo (en todo buen aficionado a la ópera, y Mankell lo era, se oculta alguien que se ha pasado la vida escuchando a los pájaros). La casa estaba en un promontorio batido por el viento, y muy a menudo Mankell tenía la sensación de vivir en un barco zarandeado por la tempestad. Contra lo que pudiera parecer, Mankell no vivía en la Escania del comisario Wallander, sino en una región situada bastante más al norte, aunque es inevitable que todos pensemos que era así porque de alguna manera Wallander es Mankell y Mankell es Wallander, una identificación que no le hacía demasiada gracia al escritor.

«No creo que hubiéramos llegado a ser buenos amigos porque Wallander y yo somos muy diferentes. Nunca le hubiera invitado a cenar», dijo hace pocos años, después de publicar la última novela de la serie («El hombre inquieto»), en la que Mankell enviaba a su comisario, ya sesentón, a una residencia de ancianos con problemas de Alzhéimer. ¿Y no se arrepentía de deshacerse de su personaje?, le preguntaron. «No, no voy a echar de menos a Wallander», sentenció. Y quizá era verdad.

Un carácter gélido y malhumorado

Igual que su comisario, Mankell tenía un carácter gélido y malhumorado, y se había hecho famoso por las rudas maneras con que zanjaba lo que consideraba «preguntas estúpidas» de los periodistas y de los lectores. En más de una ocasión se largó de mala manera de una conferencia de prensa o de un encuentro con lectores porque no soportaba lo que estaba oyendo.

Pero Mankell, igual que Wallander, tenía un fondo de decencia indestructible que nos impulsaba a perdonárselo todo, incluso los desplantes y las malas maneras. En 1987, cuando se puso a escribir su primera novela policíaca, Mankell encontró el nombre de Kurt Wallander en una guía de teléfonos. Y veinte años después, Wallander había llegado a ser el Maigret de nuestra época.

Hay algo bergmaniano en las mejores novelas de Mankell: No en vano, el cineasta fue su suegro

Henning Mankell nació en Estocolmo en 1948. Su madre abandonó a su familia cuando él tenía un año, así que su padre, juez de profesión, se fue a vivir a un pueblo del remoto norte de Suecia para intentar olvidarse de aquel abandono. Mankell fue criado por su hermana mayor y por una abuela que le enseñó a leer y escribir. Su abuelo, músico, le transmitió el amor a la música que muchos años después compartiría con el comisario Wallander.

Cuando tenía quince años, Mankell dejó la escuela y se embarcó en la marina mercante, aunque los destinos de su carguero eran tan poco interesantes como Middlesbrough, donde atracó quince veces. Luego pasó un año en París, a donde llegó con dolor de muelas y doscientos francos en el bolsillo, y donde se tuvo que ganar la vida arreglando clarinetes, un trabajo que sabía hacer con los ojos cerrados gracias a los conocimientos musicales que le había trasmitido su abuelo. Después, a los veinte años escribió una obra de teatro y logró estrenarla, y desde entonces se dedicó a escribir y a dirigir teatro, ya que acababa de descubrir –asombrado– que se podía ganar bastante dinero con ello.

Al mismo tiempo que escribía teatro, el joven Mankell viajó a África: primero a Guinea Bissau, donde descubrió el hermoso archipiélago de las Bubaque («Un paraíso, tal vez demasiado paradisíaco para mí»), y luego a Zambia, y más tarde a casi todo el continente. Hay una foto de un joven Mankell, en los años 70, sosteniendo una cría de cocodrilo en las manos.

El rostro de Eva

Una vez, en Tombuctú, Mankell vio a una chica leyendo absorta a la luz de una de las pocas farolas que había en la calle, y aquel día supo que había hecho bien cuando se quedó fascinado por África. Al final de su vida, pasaba medio año en Mozambique, donde era director del Teatro Avenida de Maputo, y el otro medio año en su casa de Suecia, frente al mar. «Aprendo más de la condición humana si vivo con un pie en la nieve y el otro en el polvo», decía.

En 1998, tras tres matrimonios fallidos, Mankell se casó con Eva Bergman, una de las hijas de Ingmar Bergman. «El paisaje más hermoso que conozco es el rostro de mi mujer, Eva», decía. Mankell llegó a tener una relación muy estrecha con su suegro, que lo consideraba una especie de hermano menor y le invitaba a ver películas en la sala de cine que se había hecho instalar en su casa de la isla de Farö (esa sala, que daba al mar, salía en la última película de Bergman, «Saraband»).

Mankell es Wallander, una identificación que no hacía gracia al escritor

Mankell contaba que Bergman le hacía cientos de comentarios sobre todas las películas que vieron juntos, pero por desgracia nunca llegó a anotarlos ni publicarlos. Lo que sí hizo fue escribir una serie para la televisión sobre la vida de su suegro. La serie parece que no llegó a filmarse, pero de todas formas hay algo bergmaniano en las mejores novelas de Mankell, y ese tono –frío, desolado, tormentoso, pero también bello como una breve tarde de verano– hace que nunca podamos pensar en Mankell –ni en Wallander– sin pensar también en el hombre que se retiró a la remota isla de Farö a ver películas.

En diciembre de 2013 le diagnosticaron a Mankell un cáncer de pulmón. Al salir del hospital vio a una niña saltando feliz en un montículo de nieve, y al instante supo que iba a hacer lo mismo que aquella niña: seguir saltando como hacía cuando era niño en un pueblo perdido en el norte de Suecia. Y así, decidido a luchar hasta el final, fue contando la lucha contra aquel tumor en varios textos que fue publicando en la prensa. Al mismo tiempo escribió un libro con una serie de recuerdos de su vida, «Arenas movedizas», que acaba de ser editado por Tusquets –como casi todas sus novelas– y que para mí es su mejor libro: tierno y a la vez terrible, está invadido por esa melancólica –y engañosa– luz del verano que también aparece en las mejores películas de Bergman, y que nunca sabemos si nos anuncia una tormenta de rayos y truenos o un frágil instante de felicidad, y que en este caso resulta ser un frágil instante de felicidad que ocurre justo en medio de una tormenta.

Bebe demasiado, come muy mal

Ya he dicho antes que el comisario Wallander ha sido el inspector Maigret de nuestra época. Como es habitual en casi todos los detectives de la ficción, Wallander bebe demasiado y come muy mal. Tiene una hija, Linda, también policía, a la que no logra entender y con la que se lleva muy mal. Su vida amorosa no es nada envidiable: su mujer, Mona, lo abandonó, y Wallander jamás se repuso de aquel abandono (igual que Mankell, imaginamos, no se repuso jamás del abandono de su madre). A lo largo de veinte años sólo ha tenido un amorío con una fiscal casada que no quiso dejar a su familia, y luego otro amorío con una mujer letona, Baiba, que tampoco terminó bien.

Tenía un fondo de decencia indestructible que nos impulsaba a perdonárselo todo

En su primera aparición, en uno de los relatos de La pirámide, Wallander es un joven policía de veintiún años que recibe una cuchillada asestada por un sospechoso. En la última novela, «El hombre inquieto» –cuando ya es abuelo–, Wallander empieza a desarrollar el mal de Alzhéimer, la misma enfermedad que aquejó a su padre, ese extraño pintor de un único paisaje mil veces repetido en todos sus cuadros. Pero lo importante de Wallander, lo que siempre le agradeceremos, es que nunca dejase de escuchar y de hacer preguntas, a sí mismo y a los demás.

De todos modos, hay que decir que el personaje de Wallander y la atmósfera de la región donde vivía –esa Escania meridional, sin árboles y siempre azotada por el viento, que Mankell definía como «nuestro Río Grande»– eran muy superiores a las tramas y a las resoluciones de las novelas. Y es que Mankell se dejaba llevar a veces por cierto esquematismo ideológico, y de forma inconsciente acababa echando la culpa de sus heridas más íntimas (el abandono de su madre, por ejemplo) al capitalismo y a la corrupción política, cuando en realidad sólo habría que culpar a la existencia o al azar o la condición humana.

La vida en serio

Pero esas objeciones son menores. Mankell quiso dedicar el que iba a ser su último libro –«Arenas movedizas»– a su esposa, Eva, pero también a la memoria del panadero romano Terentius Neo y su mujer, que murieron sepultados por una avalancha de lava tras la erupción del Vesuvio, en Pompeya.

Terentius se hizo retratar sosteniendo un rollo de papiro en la mano, y su mujer –bella y serena, de pie a su lado– sostenía un «estilo» para escribir y una tablilla de cera. «Dos personas que parecen tomarse la vida muy en serio», escribió Mankell de Terentius y de su mujer. Y eso mismo hizo Mankell, tomarse la vida muy en serio, escribiendo con su «estilo» y su tablilla de cera, con un pie en la nieve y otro pie en el polvo, a pesar de que él sabía –igual que todos nosotros– que su vida también iba a ser sepultada algún día por un alud de ceniza y lava ardiente.

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