Una de las familia de agricultores de Alabama, retratada por Walker Evans, que protagoniza el reportaje «Elogiemos ahora a los hombres famosos», de James Agee y Walker Evans
Una de las familia de agricultores de Alabama, retratada por Walker Evans, que protagoniza el reportaje «Elogiemos ahora a los hombres famosos», de James Agee y Walker Evans
LIBROS

James Agee y la oscuridad

El periodismo del siglo XX tiene en James Agee una de sus grandes firmas, y personajes: alcohol, «benzedrina» y una escritura que Auden definió como «acontecimiento extraordinario»

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James Agee fue un periodista estadounidense típico de principios del siglo XX, unos tiempos en los que, como escribió John Leonard, «el arte se fusionaba con el martirio y la virilidad con los excesos». Nacido en el sur del país (Knoxville, Tennessee) en 1909 y educado en la Universidad de Harvard, acabó residiendo durante los años cuarenta y cincuenta en el barrio neoyorquino de Greenwich Village, donde tuvo la oportunidad de acudir a unas cuantas fiestas y encontrarse con otros artistas, mientras se ganaba la vida escribiendo sobre cine -primero para «Time» y luego para «The Nation», donde se consagró como un auténtico renovador del género- y colaboraba en guiones de películas («La reina de África» y «La noche del cazador», entre otras). Su columna cinematográfica, en aquel momento, según W. H. Auden, era «el acontecimiento más extraordinario del periodismo americano».

Como tantos escritores de entreguerras que aseguraban hablar con la autoridad que les había proporcionado el fracaso, Agee era alcohólico y, al igual que algunos intelectuales europeos del mismo periodo, tomaba Benzedrina para reanimarse y poder seguir escribiendo. (De acuerdo con Laurence Bergreen, uno de sus biógrafos, el crítico musical Winthrop Sargeant, compañero de Agee en «Time», lo había visto recurrir a ese estimulante cuando el whisky le hacía perder la concentración para inmediatamente después darle otro trago a la botella). En su etapa universitaria obtuvo becas académicas, recibió premios de poesía y dirigió revistas literarias. De personalidad autodestructiva y temperamento inestable, se pasaba gran parte del tiempo extenuado por la duda y angustiado por la culpa. Leía vorazmente y fumaba como un carretero. Dijo que combinar la escritura con el alcohol era como «caminar por el hielo con zapatillas deportivas».

La aparición, en 1941, de «Elogiemos ahora a hombres famosos», su reportaje sobre la vida de tres familias de agricultores en Alabama, ilustrado con las fotografías de Walker Evans, hizo que se convirtiera, tanto por las virtudes como por los defectos del libro, en una especie de mito periodístico y literario, a pesar de las reservas que había expresado el autor sobre los resultados de su texto y precisamente por eso. «Me parece curioso, por no decir obsceno y absolutamente aterrador, que a una asociación de seres humanos reunidos por la necesidad, el azar y el provecho en una compañía, un órgano del periodismo, se le ocurriera hurgar íntimamente en las vidas de un grupo de seres humanos indefensos y lastimosamente perjudicados». Aquel relato, el cual, al combinar lirismo y exactitud, según Gavin Jones, puso de manifiesto «la relevancia estética de la pobreza» durante una década en la que las funciones estéticas de la literatura no parecían ser las más apropiadas para documentar el sufrimiento, también constituyó el origen de toda una tradición de narradores -responsables de introducir en el periodismo de investigación las técnicas narrativas de la etnografía y la historia oral- que llega hasta la bielorrusa Svetlana Alexiévich.

Muerte prematura

Aunque no hubiera escrito nada más, Agee seguiría siendo hoy una referencia en la profesión y un objeto de estudio en varias disciplinas académicas. Pero no se quedó ahí, pues continuó escribiendo y bebiendo hasta su muerte, a los cuarenta y cinco años de edad, cuando sufrió un ataque al corazón mientras se dirigía en un taxi a ver a su cardiólogo. Lo cual le impidió ser testigo de cómo su novela autobiográfica e inacabada, titulada «Muerte en la familia», ganaba el Premio Pulitzer. Fue precisamente el suceso que se narra en esa última novela, la muerte de un padre de familia en un accidente de tráfico, similar al que tuvo que afrontar él cuando tenía seis años de edad, lo que marcaría profundamente su vida y su obra; y sin la existencia de ese hecho no podríamos comprender al hombre ni estaríamos leyendo ahora «Cartas al padre Flye» (editorial Jus), una compilación de misivas escritas por Agee a un sacerdote de la Iglesia Episcopal que, tras el fallecimiento del progenitor, conoció al joven huérfano durante la estancia de este último en un internado. Allí surgió, en palabras del clérigo, «una simpatía cordial que trascendía lo puramente escolar», la cual hizo que compartieran libros, ideas y experiencias (viajaron juntos por Europa) y que ambos se entendieran muy bien, aun perteneciendo a generaciones muy distintas. «No creo que haya nada que me importe tanto como una amistad de esta clase», reconoció.

«Elogiamos ahora a los hombres famosos» puso de manifiesto «la relevancia estética de la pobreza»

Gracias a esa «relación jovial, franca y sincera», como la describió el pastor Flye, James Agee no solo encontró a su anhelada figura paternal y a un mentor, sino también a un amigo leal y comprensivo al que podía hablarle sin rubor sobre sus ambiciosas aspiraciones de «emular a Shakespeare», al tiempo que reflexionaba sobre su vocación literaria («la escritura es el único talento que poseo moderadamente») o compartía con él sus problemas con la bebida, cada vez más recurrentes a medida que avanzan las páginas y los años («la única forma que tengo a mano de mejorar mis perspectivas es el alcohol»), así como confesarle sus ocasionales crisis religiosas y sus tempranos impulsos suicidas. «Me he acostumbrado tanto a dudar de tantas cosas que por momentos siento renacer una especie de fe: pensamientos y conclusiones se mezclan en mi cabeza con recuerdos personales e históricos, con proyecciones de futuro, con certezas, hasta tal punto que no puedo evitar echarme a llorar: me parece mentira no ser cristiano y católico en el sentido más simple de los términos».

Voz invisible

En la lectura de estos textos uno puede detectar la presencia de una voz invisible -la del padre Flye- cuya trascendencia influye sobremanera en el sentido del libro. Desconocemos el contenido de las cartas que le mandó el sacerdote. Por lo tanto, la comunicación es esencial y comprensiblemente unidireccional. Con la excepción de unas pocas páginas en verso, «Cartas al padre Flye» solo muestra la parte del diálogo representada por Agee, usualmente en forma de contestación y enviada casi siempre tarde, algo que parecía perturbar bastante al autor, haciéndole iniciar muchos de los escritos con repetitivas disculpas y justificaciones. «Tengo la sensación de que le duelen las demoras de mis respuestas, y no me extraña: lo que temo más es que lo atribuya a una falta de cariño o de ganas de escribirle». Pero a juzgar por las réplicas de Agee y la manera en que este último argumentaba (o se veía obligado a argumentar) acerca de temas como la discriminación racial o el comunismo, intuimos que el padre Flye era un interlocutor de altura. En palabras del propio escritor: «Es tan precisa y detallada [la carta de Flye] que leerla me produce una sensación similar a la que produce la épica».

Evolución intelectual

A diferencia de otras obras de no ficción de carácter autobiográfico enfocadas en la decadencia de un novelista dipsómano y atormentado, como «The Crack-Up», de Francis Scott Fitzgerald, con la que probablemente se la ha comparado más, esta correspondencia, iniciada cuando Agee se traslada a otra escuela en otro estado, expone la evolución personal e intelectual (la primera carta la firma siendo todavía un adolescente) de alguien que busca la aprobación (y en cierto modo la bendición y el perdón) de su lector. James Agee escribe para James Harold Flye. Esto no tendría nada de especial (las cartas suelen enviarse con el objetivo de que las lean y aprecien los destinatarios a quienes van dirigidas) si no fuera por la importancia que tuvo la prematura ausencia del padre en la vida del periodista. La obra, de ese modo, adquiere una doble dimensión. Para aquellos que tienen interés en los trabajos de James Agee, «Cartas al padre Flye» exhibe la visión que él tenía sobre el periodismo, la literatura, la religión y el cine, aportando una gran cantidad de información útil y necesaria acerca un autor que fue canonizado por Library of America en el año 2005, cuando la prestigiosa editorial -incorporándolo a su selecta colección de autores estadounidenses- publicó sus obras completas en dos volúmenes.

Pero para el resto de los lectores, este libro, además de presentar la vida de un escritor talentoso que fue incapaz de sobrevivirse a sí mismo, también refleja la lucha de un ser humano solitario y herido, que vivió instalado en una permanente oscuridad ante las miradas cómplices de todos aquellos que admiramos su arte; de alguien que consiguió alcanzar la eternidad en la historia literaria, pero que perdió mucho en el presente de su biografía; de un hijo que buscó desesperadamente el amor de un padre. Y por ambas facetas merece ser leído y recordado.

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