Borja Ortiz de Gondra
Borja Ortiz de Gondra - ÓSCAR DEL POZO
ENTREVISTA

«En “Los Gondra” a quien más fustigo es a mí mismo»

El Teatro Valle-Inclán de Madrid acoge «Los Gondra», en la que su autor, Borja Ortiz de Gondra, recorre cien años de la historia de su familia. Y del País Vasco en el que nació. Josep Maria Mestres nos sirve la pieza en un montaje exigente

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Señala Borja Ortiz de Gondra que la elaboración de su última pieza, Los Gondra (una historia vasca), le ha dejado vacío, pues en ella volcó todo lo que le bullía en lo más profundo. Hasta tal punto que pensó que no podría volver a escribir hasta que por lo menos transcurrieran cinco años. Sin embargo, durante los ensayos de la obra, en la que también debuta como actor, le sucedió, comenta, algo tan hermoso como inesperado. Y que nos confiesa: «De pronto, me di cuenta de que no tendría ese periodo de sequía que me autopronosticaba. Vi que el germen de la siguiente obra ya se encuentra en el final de "Los Gondra". Mi próximo trabajo comenzará exactamente en su última escena.

Ya tengo el título: "Los otros Gondra"». De momento, revela las claves de la que puede verse en el madrileño Teatro Valle-Inclán hasta el 19 de febrero.

¿Cómo ha sido la reacción de su familia?

No ha leído la obra, pero vendrá a verla. Son conscientes de que la he escrito desde el cariño, el respeto y la honestidad. Pero también desde la crítica. No soy condescendiente con nadie, y a quien más fustigo es a mí mismo.

En

Cuando escribí la obra, pensé que mi papel lo interpretaría un actor. Pero desde el primer momento su director, Josep Maria Mestres, me planteó que debía interpretarlo yo. Le dije que yo no era actor, pero adujo: «Ya lo sé. Pero no tienes que interpretar. Lo que quiero es que en el escenario cuentes tu verdad con la mayor sinceridad posible, y eso le otorgará un plus de veracidad a la pieza». Me convenció, y ha resultado una experiencia muy enriquecedora. Me he sentido muy cómodo, y he tenido unos compañeros muy generosos. Y, sobre todo, he comprendido de forma cabal algo muy importante, y que a veces los dramaturgos no tenemos tan claro: que el texto escrito es una cosa y puesto en el cuerpo es otra. En otras obras, había colaborado en los ensayos codo con codo con los directores, si así lo permitían, pues creo que el teatro es un trabajo en equipo. Pero era distinto. Ahora, al trabajar desde dentro, he visto que el cuerpo, la voz, tienen sus propias reglas, que no sirve de nada empeñarse en considerar que una frase está perfectamente escrita si por alguna razón no funciona en el cuerpo.

¿La pieza le ha ayudado a comprenderse mejor a sí mismo?

Sí. No es un psicodrama, pero me ha servido para preguntarme por la identidad de ser un Gondra, de ser vasco. He dado muchas vueltas por el mundo, he vivido en el extranjero, pero siento en algún lugar muy profundo de mí que soy el chico que se marchó de Algorta, que vuelvo a los recuerdos, a ese territorio de la infancia y de la adolescencia que es el del escritor. Creo que los escritores no elegimos las historias, sino que estas nos eligen a nosotros. Las mías eligen contar la perplejidad del chico de quince años que vivía en un sitio donde, como dice uno de los personajes, llovía mucho y explotaban bombas, lo cual no ha dejado de marcarme. Y cada vez me doy más cuenta de que al alejarme de mis orígenes pretendiendo ser un hombre desarraigado y cosmopolita más necesito volver a ellos.

«Planteo asuntos dolorosos pero insoslayables. ¿Es posible el perdón? ¿Cuánto olvido exige?»

¿Es decisivo ahora construir el relato de lo sucedido en el País Vasco? ¿Ha leído «Patria», de Aramburu, y «El comensal», de Gabriela Ybarra?

Leí los dos novelas, extraordinarias y conmovedoras, cuando empezaron los ensayos. A Aramburu no le conozco, pero me encantaría. Con Gabriela he hablado y coincidimos en que los historiadores se ocupan de los hechos, pero no de cómo se vivieron, no reflejan los sentimientos, todo aquello que no cabe en la Historia con mayúscula.

¿Los historiadores no plasman la intrahistoria?

En efecto. El concepto del gran pensador que fue Unamuno está en Patria, en El comensal, y en Los Gondra. Precisamente en el prólogo a la edición de mi pieza, Eduardo Pérez-Rasilla se refiere a «Paz en la guerra».

¿Cuál sería el «núcleo duro» de su obra?

Hace años que en «Del otro lado» abordé el asunto del terrorismo, de la violencia, muy presente de una u otra forma en mi producción. Ahora abro el foco y planteo cuestiones dolorosas pero insoslayables. ¿Es posible el perdón? ¿Cuánto olvido exige este? Pienso que aunque hagamos teatro contemporáneo, nuestras raíces están en los clásicos griegos. En «Los Gondra» planea «La Orestiada», de Esquilo, en la que al final se rompe la cadena de la violencia. La conclusión de la obra me supuso muchas noches de insomnio y reescritura. Finalmente, decidí que terminara con una pregunta, que también me costó mucho formular en uno u otro término.

¿El teatro, pues, no debe ser un sermón, no ha de dar respuestas?

En efecto. Lo aprendí ya en los grandes dramaturgos clásicos griegos, a los que me siempre me remito. Te enseñan que el teatro es un agora donde se plantean las preguntas, y donde las respuestas son complejas, nunca unívocas. Están repletas de matices, como los seres humanos. Recordemos que «teatro» procede etimológicamente del término griego que significa lugar para mirar. El teatro nos ayuda a eso, a contemplar, a reflexionar sobre lo que vemos. Pero jamás debe decirnos qué pensar. Las posibles respuestas debe buscarlas el espectador.

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