Juan Manuel de Prada - Raros como yo

La fiel infantería

Hoy olvidado –quizá por ser falangista– Rafael García Serrano narró la Guerra Civil como pocos

Juan Manuel de Prada
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Se cumple el centenario del nacimiento de Rafael García Serrano (1917-1988) sin que casi nadie lo recuerde, como ordena la hemipléjica memoria histórica. Navarro hasta la médula, de carácter brioso y poco amigo de componendas, García Serrano se traslada a Madrid para estudiar Filosofía y Letras y afiliarse a la Falange, que sería su amor nunca traicionado. El estallido de la guerra lo sorprende en Pamplona, donde se alista como alférez provisional en la columna de García Escámez. En la batalla del Ebro cae enfermo de tuberculosis; y, durante la convalecencia, escribirá su primera novela, «Eugenio o la proclamación de la primavera» (1938), dedicada a su «joven césar», José Antonio, una obra restallante de belleza e ímpetu panfletario, híbrida de nostalgias imperiales y anhelos futuristas, por la que pululan los ángeles custodios de Valle-Inclán y Gómez de la Serna.

Frente al lirismo más «quietista» o señoritingo de otros escritores de la Falange, García Serrano es un lírico de trinchera, con aroma de pólvora y asperezas de vino peleón y cuajarones de sangre. Sus dotes de novelista quedarían ratificadas con la magnífica «La fiel infantería» (1943), obra todavía de técnica vanguardista en la que se respira la influencia de las novelas bélicas de entreguerras; sólo que, allá donde aquellas novelas condenaban el militarismo, García Serrano hace una exaltación de la camaradería y el heroísmo de quienes combaten en los frentes, con desprecio de la muerte y ansia de estrellas.

Toros y balas

Aunque obtiene el Premio Nacional de Literatura, «La fiel infantería» sería retirada de las librerías, por petición del arzobispo primado de Toledo, Pla y Daniel, que juzgó que estaba «salpicada de expresiones indecorosas u obscenas» y que describía «cruda e indecorosamente escenas de cabaret y prostíbulo». A García Serrano –católico a machamartillo– estos tiquismiquis clericaloides no lograron intimidarlo; y siguió escribiendo crónicas desde Roma para el diario «Arriba», del que llegaría a ser director.

En 1949 publica «Cuando los dioses nacían en Extremadura», una excelente crónica novelada de la conquista de México por Hernán Cortés; y en 1951 la que tal vez sea su obra maestra, «Plaza del Castillo», en la que narra los Sanfermines del 36 y rinde homenaje a los mozos que corrieron delante de los toros antes de ofrecer bizarramente su pecho a las balas, bien confesadicos y comulgadicos y con un detente en el bolsillo de la camisa.

La obra de García Serrano está llena de un espíritu fraterno que se salta las trincheras

«Plaza del Castillo» tal vez sea, junto con «Madrid de Corte a checa», la novela cumbre de la literatura falangista; y en ella se palpa el talante de García Serrano, que siempre trató al enemigo sin los rencores biliosos de otros coetáneos, y hasta con cierta fraternidad fundada «en siglos de catolicidad en la sangre». Más tarde completaría otra magnífica trilogía sobre la Guerra Civil, formada por «Los ojos perdidos» (1958), «La paz dura quince días» (1960) y «La ventana daba al río» (1963); y hasta llegaría a dirigir en 1966 una adaptación cinematográfica de la primera, una película llena de tragedia y misterio que –como ha escrito con atinado oxímoron Fernando Alonso Barahona– «acaricia el alma hasta raspar las entrañas».

Antes había escrito el guión de « La fiel infantería», que filmaría Pedro Lazaga; y con el tiempo llegaría a desarrollar una muy fructífera colaboración con el gran Rafael Gil. Cultivó, además, el cuento, en títulos como «Los toros de Iberia» (1945) o «Las vacas de Olite» (1980), y reunió sus crónicas y artículos en diversas antologías. Su ímprobo «Diccionario para un macuto» (1964) recoge expresiones propias de los combatientes en la Guerra Civil; y vuelve a estar lleno de un espíritu fraterno que se salta las trincheras y de un estilo a la vez sarcástico y elegíaco, bronco y compasivo.

Viejo y honrado

A diferencia de otros camisas viejas que se fueron quedando afónicos o cambiando de bando, García Serrano nunca dimitió de sus convicciones políticas, que prodigó, con ironía cáustica o tremebunda aspereza, en el «Dietario personal» que publicaba en «El Alcázar»; y de las que levantó acta orgullosa en su libro de memorias «La gran esperanza» (1982), con el que obtuvo el premio Espejo de España.

Umbral lo recuerda hacia el final de sus días, viejo y honrado, en las sobremesas del Mayte Commodore, con hablar dulce y bigote nietzscheano, «creyendo en tantas cosas muertas, creyendo sólo, realmente, en su propia juventud perdida y luchadora». La democracia, tan perdonadora de todo bicho viviente con tal de que cerdease un poco, no lo perdonó nunca; pero a García Serrano, que no lo habían asustado los tiquismiquis clericaloides, no iban a asustarlo tampoco las novísimas beaterías. Murió sabiendo que «la muerte es la definitiva, hermosa y tentadora libertad, la libertad misma». Y lo hizo en el día de la Hispanidad, como corresponde a un español viejo, no sin antes pedir a su hijo Eduardo un vasico de clarete de Olite en los estertores de la agonía.

Nadie podrá cantarle nunca aquella versión entre cínica y chistosa del «Cara al sol» –perfecto epitafio para el chaqueterismo patrio– que él recoge en «La gran esperanza»: «Tranquilito y bien alimentado / formaré como un buen emboscado, / impasible el ademán, / viviendo al pelo como un sultán».

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