«La túnica de José» (1630-1634), de Velázquez, es una de las joyas de esta exposición
«La túnica de José» (1630-1634), de Velázquez, es una de las joyas de esta exposición
ARTE

Entre la vehemencia y la dulzura del «Seicento»

Caravaggio también se hace un hueco en la exposición que el Palacio Real organiza con las obras del «Seicento» de Patrimonio Nacional

Madrid Actualizado: Guardar
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El Museo del Prado se inauguró en 1819 con 311 pinturas escogidas entre lo más granado de las colecciones de los Reyes españoles. Aunque lo normal después de semejante sangría habría sido que estas quedaran reducidas a la insignificancia, la exposición que presenta ahora el Palacio Real bajo el título « De Caravaggio a Bernini: obras maestras del “Seicento” italiano en las Colecciones Reales» prueba que no fue así. El patrimonio de la Corona da para varios museos. A la vista de tantas obras extraordinarias –piensen en tres joyas que ahora se exponen: « Salomé con la cabeza del Bautista», de Caravaggio; « Jacob y el rebaño de Labán», de Ribera; y « La túnica de José

», de Velázquez– uno se pregunta qué es lo que sucedió para que no terminaran en El Prado.

Desconozco la respuesta. Me consta que, desde su origen, el Museo tuvo una surtida selección de obras creadas en Italia durante el XVII. No hay motivo para suponer que se desdeñara ese período, aunque quizás los fundadores creyeron que era suficiente con una muestra. El Barroco chocaba con sus principios ilustrados y presumiblemente no sentían atracción por una estética ajena a los cánones clásicos y racionalistas. Estaba, además, el prestigio de los autores. Caravaggio, La Tour, Guido Reni, Ribera... dejaron un día de ser interesantes, igual que Lavinia Fontana o Artemisia Gentileschi. ¿Quién iba a ocuparse a inicios del XIX de reivindicar una pintura considerada instrumento de propaganda religiosa?

El mundo como es

Hoy no sentimos esas prevenciones hacia el Barroco. Nuestro tiempo, pese al declive de la religión, simpatiza con sus supuestos. Los católicos fueron los primeros en intuir los peligros de la exaltación de la subjetividad auspiciada por Lutero y Calvino. Sospechaban que, por esa vía, Dios terminaría convertido en algo abstracto. Roma reaccionó frente al idealismo protestante y su pretensión de convertir al hombre en fundamento de la experiencia con la exaltación del mundo aparente y el reconocimiento de las pasiones. En las artes plásticas, esto condujo al rechazo de la belleza ideal y a la convicción de que el artista debe plasmar el mundo como es, no como debería.

El padre de la pintura barroca fue Caravaggio. Representaba a los santos con la ropa raída, las uñas mugrientas, los pies sucios. Sus vírgenes, bellas y sensuales, procedían de los tugurios donde pasó media vida. Por desgracia, el pincel no era su única arma. Le gustaban los líos y se metía regularmente en ellos. Vivió fuera de la ley. No fue el único artista de la época. Bernini, genio superlativo del que se expone en el Palacio Real un crucifijo magnífico, quiso quitar la vida a su hermano menor cuando supo que se acostaba con la misma adúltera que él, y a ella, le desfiguró el rostro. El catolicismo de la época debía tener algo contagioso, porque incluso Ribera, al que no se atribuyen hechos criminales –huir por deudas era entonces como ahora ser imputado por corrupción–, tuvo fama de agresivo. Byron y Gautier estaban convencidos de que dicha agresividad se reflejaba en sus obras. El primero escribió que mojaba sus pinceles en la sangre de los santos y el segundo, que pintaba escenas que espantarían al verdugo. ¿Se dejaron arrastrar por los prejuicios? Evidentemente, porque el Barroco en la Italia del Seicento no fue sólo vehemencia y pasión febril; también hubo dulzura, osadía formal, profundidad psicológica. La mayor parte de los autores de esta exposición son la prueba.

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