Eduardo Mendoza
Eduardo Mendoza - Inés Baucells
LIBROS

Eduardo Mendoza en una Barcelona de baratillo

El «detective» de «El misterio de la cripta embrujada» tiene que enfrentarse a un nuevo caso

Madrid Actualizado: Guardar
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Esta es la quinta novela protagonizada por el personaje sin nombre que nació en « El misterio de la cripta embrujada» (1979), y que tuvo su último «capítulo» hace tres años con «El enredo de la bolsa y la vida» (2012). De la voluntad de que se lea como una serie da cuenta el hecho de que encontramos al protagonista trabajando como repartidor en el restaurante chino en que lo habíamos visto en la anterior entrega. Entremedias Mendoza había ofrecido otras dos novelas del conjunto: «El laberinto de las aceitunas» (1982) y «La aventura del tocador de señoras» (2001).

Mucho de prestidigitador

Si leemos los títulos de las cinco historias percibimos una unidad estilística: misterio, laberinto, aventura, secreto. En todas se repite la idea de un embrollo, de un rompecabezas que va hilándose en torno a enigmas que la trama enreda, dando vueltas a unos sucesos que en realidad vienen a ser lo de menos.

Lo de más termina siendo la destreza narrativa de un Mendoza con mucho de prestidigitador. Urde los sucesos, los enmaraña, de una persecución vamos a otra y de una casualidad pasamos a la siguiente.

La novela vuelve a ser mesa de trucos de quien maneja los hilos como nadie, de tanto que sabe hacerlos o desfacerlos. Con todo, esta vez la narración abusa de la peripecia y de los golpes de inverosimilitud. El aire de farsa parece disculparlo todo, pero el lector ve perderse a Mendoza en la propia fuerza de su mecanismo; tan sofisticado quiere hacerse en sus vueltas y revueltas que no logra eludir el cansancio de quien ve sumergirse la trama en naderías.

Le ocurre como a toda sucesión de chistes: habría sido más eficaz si no se hubiese desatado tanto

La novela tiene dos caras que le vienen bien a su verdadero tema: Barcelona. Hay una cara artística, de ciudad moderna que fue modernista, con «glamour» de progreso. De esa se ha aprovechado, para enriquecerse con sus desmanes, un grupo de empresarios agrupados en torno a una logia cuasi masónica que responde al nombre de APALF ( Andreu, parti’m a la fábrica). La otra cara es la de los desheredados, los pícaros de los barrios bajos, que sobreviven trampeando y se alimentan de las sobras de restaurantes de medio pelo, auxiliados por travestis de oficio y porterías de chismosos. Pulula una fauna a la que Mendoza arranca escenas desternillantes y desatada socarronería, en una sarcástica sucesión de despropósitos en los que emerge la sociedad desde el final del franquismo hasta el mundo de las redes sociales de hoy.

Acierta Mendoza al servirse de los dos tiempos en que organiza la trama. Eso le permite ver la evolución de unos contextos en los que se sucede la misma dualidad de mundos que ya apareció en «La ciudad de los prodigios» y que ahora reaparece en forma de esperpento, objeto de mofa y escarnio. El humor inteligente de Mendoza es difícilmente igualable y resultan memorables sus chistes verbales y ambientales (el gimnasio de belleza, los viajes de peregrinos), pero a la novela le falta contención. Le ocurre como a toda espiral de chistes: habría sido más eficaz si no se hubiese desatado tanto. Porque además, lo que tiene de sátira social, que es mucho, y de amarga crítica de la depauperación de una cultura, amenaza con quedarse en un mero decorado para un tablado de gracias verbales.

Por otro lado, la peripecia, excesivamente truculenta en cambios y vericuetos, termina ahogando o dejando en menos la genialidad indiscutible de quien seguramente sea uno de los más brillantes y ocurrentes escritores actuales.

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