Juan Manuel de Prada - Raros como yo

De cárcel en cárcel

Aprovechando la reedición en Renacimiento de sus memorias de presidio, recordamos a Diego San José

Juan Manuel de Prada
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A Diego San José (1884-1962) lo incluye Federico Carlos Sáinz de Robles, junto a Eduardo Zamacois, Joaquín Belda, Alberto Insúa o El Caballero Audaz, entre los autores que compusieron la llamada «Promoción de “El Cuento Semanal”», acogotados entre los gigantes del 98 y los cabezudos del 27 y encasillados absurdamente como autores de «literatura galante» y erótica. Diego San José, desde luego, jamás fue autor de literatura galante, por más que todas sus novelas tengan un regusto muy galano y arcaizante.

Madrileñista contumaz y apasionado, había nacido en la muy castiza calle de la Torrecilla del Leal, en el seno de una familia acomodada. Aunque sus padres le buscaron diversas ocupaciones provechosas, llegando incluso a encontrarle acomodo en la secretaría particular de Canalejas, Diego San José mostró desde la infancia una querencia irrefrenable hacia el oficio menos provechoso del mundo, que es el de emborronar cuartillas.

Vuelta a los pícaros

Con los veinte años recién cumplidos, publica sus primeras colaboraciones en «Madrid Cómico»; y en 1908 consigue estrenar una comedia en verso titulada «El último amor», sobre los devaneos de Lope de Vega. Desde entonces, su actividad literaria y periodística será frenética: miles de artículos en periódicos tan diversos como ABC, «El Imparcial», «El Liberal» y «La Noche»; sesenta novelas cortas aparecidas en Los Contemporáneos», «La Novela Semanal» y demás publicaciones populares de la época; y más de treinta libros en los que se alternan el cuadro de costumbres («Los hijos del hampa»), la arqueología madrileñista («Mentidero de Madrid»), la poesía («Rufianescas», «Hidalgos y plebeyos»), la novela histórica («Cuando el motín de las capas», «La corte del rey embrujado») y la novela picaresca, donde el talento arcaizante y mimético de Diego San José alcanza sus más altas cotas imitando a Castillo Solórzano y Salas Barbadillo, en títulos como «Mozas del partido» (1913) o «Ginés de Pasamonte» (1922). En esta última, narrada en primera persona, reconstruye una imaginaria vida del personaje cervantino en la que no rehúye los tópicos más característicos y suculentos del género. A la postre, el lector acaba encariñándose con el protagonista, a pesar de las trapacerías y vilezas que amontona en su currículum, como ocurre con otros personajes de Diego San José, ganapanes, truhanes y musas del arroyo a los que siempre retrata con contagiosa cordialidad.

No descuidó tampoco Diego San José el cultivo de la zarzuela y la refundición de obras clásicas como «Fuenteovejuna»; y todavía le sobraron algunos gracejos para escribir la letra del popular villancico «Arre, borriquito». Asiduo de la tertulia de El Gato Negro, en las trastiendas del Parnaso le adjudicaron el apodo un tanto injurioso de «El Menino», que aludía a su estatura más bien chiquita y a su estampa un tanto cabezona. Amaba tanto a los clásicos que se indignó con la «boutade» de un juvenil César González Ruano en el Ateneo, cuando acusó al manco Cervantes de escribir el «Quijote» con los pies. Ruano le dedicará luego un sañudo retrato en sus memorias que denota una enemistad enquistada y un tanto supurante.

En las páginas sobre su vida de recluso nos hallamos con el San José más doliente y despojado

Hombre de ideas liberales que nunca fueron demasiado extremistas, su amistad con el escritor y político gallego Ramón Fernández Mato le valió una sinecura en la Dirección General de Seguridad, que junto a un puñado de artículos un tanto incendiarios durante la Guerra Civil justificarían su detención cuando las tropas nacionales entraron en Madrid. Condenado a muerte por un consejo de guerra, San José logró que varias personalidades –Emilio Carrère, Joaquín Álvarez Quintero, el empresario teatral Tirso Escudero– testificasen en su favor, sin demasiado éxito. Sería la intervención decidida del general Millán Astray, que siempre había leído con gusto a San José, quien logre que le conmuten la pena de muerte por una de treinta años de prisión que empezó a cumplir en la isla de San Simón, en la ría de Vigo.

Décadas inéditas

Tras conseguir nuevas reducciones de su condena, Diego San José saldrá de la cárcel a principios de 1944, instalándose desde entonces con su familia en Redondela, acogido al generoso mecenazgo del industrial José Regojo, a quien desde entonces llamó «su conde de Lemos». Aunque publicó algunas colaboraciones en «Faro de Vigo» y llegó a editar unas «Estampas nuevas del Madrid viejo» (1947), la mayor parte de su obra de las últimas dos décadas –en donde se cuentan novelas, dramas teatrales y algún libro de memorias– permanece inédita.

No ha ocurrido así con su estremecedor testimonio « De cárcel en cárcel», donde narra su triste y vapuleada vida de recluso. En estas páginas en carne viva –que ahora acaba de recuperar la editorial Renacimiento, al cuidado de Juan Antonio Ríos Carratalá– nos hallamos con el Diego San José más doliente y despojado de galas literarias, el Diego San José más emocionante y aterido, en una narración en la que los negros zarpazos de la angustia se alternan con leves chisporroteos de un humor mohíno, y donde de vez en cuando resplandecen bellísimas páginas elegíacas, como las que dedica a la muerte de Antonio de Hoyos y Vinent, o a las postrimerías de Pedro Luis de Gálvez, insigne sonetista y sablista temible, que a diferencia de él no pudieron contarlo.

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