ARTE

Beatriz González, la reina del antipop

Sin Beatriz González es imposible imaginar a artistas colombianos como Doris Salcedo u Óscar Muñoz. Aún así, su primera retrospectiva europea la celebra ahora el Reina Sofía

«La actualidad ilustrada», serigrafía de 1974

JAVIER MONTES

Llega al Museo Reina Sofía la primera gran retrospectiva en Europa de una veterana fundamental del arte contemporáneo colombiano y latinoamericano, después de inaugurarse en el CAPC de Burdeos y comisariada por su hasta hace poco directora María Inés Rodríguez. Que sea la primera por aquí prueba varias cosas: por un lado, el criterio seguro con que Rodríguez supo programar en Francia y engarzar el museo en una red dinámica de diálogos con instituciones relevantes de todo el mundo, dedicadas a cuestionar el etiquetado de tradiciones y artistas «centrales» o «periféricos».

Por otro, lo necesarios que son centros e iniciativas así aún hoy, en Francia y en el resto de Europa, porque cuesta (y más bien duele) pensar que hasta ahora no se hubiera recogido el trabajo de Beatriz González en ninguna gran monográfica. Y más: que ni siquiera en España, en principio más cercana a Latinoamérica, sea una artista conocida de sobra por el gran público.

No lo puso fácil

Es verdad que la propia González no ha puesto las cosas fáciles: a sus casi 90 años, ha trabajado muchísimo en (y sobre) Colombia, y su producción es inmensa : tanto, que no tuvo tiempo ni ganas de dedicar muchas energías a su promoción exterior. El excedente de fuerzas lo puso más bien en la investigación y la pedagogía en museos y universidades, imbricándose en una tradición (fue alumna y amiga de la gran crítica Marta Traba) que explica en parte la riqueza del contexto artístico colombiano comprometido con el relato de la dificilísima historia del país durante el siglo XX.

Sin Beatriz González es imposible imaginar desarrollos de artistas colombianos posteriores como Doris Salcedo u Óscar Muñoz . Y si uno piensa que ella ya elaboraba en su estudio, allá por los primerísimos setenta, sus esquivas, tensas y certeras reflexiones sobre la violencia, el dolor y el trauma innegables en la sociedad colombiana, encuentra en su trabajo una raíz evidente para explicar la obra de escritores posteriores tan diversos como Héctor Abad Faciolince o Fernando Vallejo. Más profunda seguramente que la de un realismo mágico automatizado y taquillero, contemporáneo de las primeras décadas de trabajo de González y durante un tiempo emblema de una Colombia alejada de la realidad.

«Vive la France!», obra de 1979

En una entrevista realizada con ocasión de su participación en una colectiva de arte pop en la Tate, hace dos años, la propia González reconocía, por un lado, ese carácter adelantado a su tiempo de su trabajo y, por otro, su apartamiento consciente del circuito internacional de su tiempo. El suyo, decía, era un «arte provinciano», voluntariamente apegado al lenguaje y la estética de tercera o cuarta mano que veía en los escaparates, las revistas y los bienes de humilde consumo que se topaba a diario en las calles de todo el país.

Colores bastos, iconos del arte occidental customizados (últimas cenas, giocondas de cuatro cuartos, estampas religiosas), imágenes escabrosas y fotos borrosas de sucesos truculentos, crímenes pasionales, suicidios pactados entre amantes, crónica amarilla, negra y rosa, y fotos de grupo de élites culturales y políticas contagiadas a su pesar de esa misma textura opaca, desesperanzada, y, sin embargo, colorida y frenética: un «arte subdesarrollado para países subdesarrollados» , como ha dicho en alguna ocasión, con ironía seca y controlando perfectamente la crítica implícita en lo que dice y hace.

La pena y el dolor

En el catálogo, Boris Groys entiende muy bien cómo por debajo de una apariencia juguetona y frívola González habla seria sobre la pena y el dolor colectivos. Y yo diría más: si algo queda claro después de observar con cuidado la reunión impresionante de sesenta años de trabajo ininterrumpido, es que más que una artista pop, estamos ante una artista anti-pop a conciencia . Con lucidez y fijeza, con intuición admirable para quien trabajaba en los setenta muy lejos de los centros del discurso artístico occidental, González descifró los recursos y el ethos del Pop para subvertirlos y readaptarlos a la realidad de su lugar y su tiempo. Eso justamente vuelve su trabajo universal. La «despersonalización» de sus retratos , de escenas opacas pero en las que oscuramente adivinamos motivos y emblemas de luto, construyen al final un alegato muy potente sobre la importancia única de cada vida individual, de cada suceso doloroso, de cada pena y cada duelo.

Hay en sus cortinas pintadas, en sus muebles tuneados, en sus reproducciones toscas y chillonas , una empatía profunda, una capacidad de comprensión que la sitúa en otro hemisferio (físico y emocional) respecto al pop californiano, neoyorquino o londinense. La «pintora de provincias» acaba siendo así más universal, y la más capaz de dotar de sentido lo anónimo y lo vulgar. Y es justo y tiene su lógica que sea anónima la cita que usa ella a menudo para ilustrar su propio trabajo: el arte cuenta lo que la Historia no alcanza.

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