«Mujer con la garganta cortada» (1932), de Giacometti
«Mujer con la garganta cortada» (1932), de Giacometti
ARTE

Alberto Giacometti y las mujeres

La Tate de Londres celebra la mayor retrospectiva de Alberto Giacometti en Gran Bretaña en veinte años. Una muestra que recupera obras maestras hasta ahora apenas vistas

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Inauguración de la mayor retrospectiva de Giacometti en Reino Unido desde hace 20 años. Son cinco décadas de trabajo del artista a través de más de 250 obras, entre ellas, algunas piezas en escayola que no se han visto nunca, dibujos y cuadernos de notas inéditos. La colaboración con la Fundación Alberto y Annette Giacometti de París ha sido esencial.

La primera sala, pequeña, sin ventanas, eleva de golpe la temperatura de la muestra: un ejército de dos docenas de cabezas esculpidas por el artista a lo largo de su vida, alzadas sobre pedestales a la altura de nuestros ojos, nos recibe invitándonos a su mundo y a su manifiesto. Giacometti se presenta como un contemporáneo: derriba el mito de escultor sólo de bronces; aquí están, repartidas a partes iguales, cabezas en diferentes materiales y tamaños. Fundía las piezas con su hermano Diego en bronce, sin pátina, pero prefería la maleabilidad, la fragilidad del barro y la escayola. Vemos la famosa «Cabeza de Flora Mayo» (1926), en yeso pintado de colores vivos; la de su padre (1927-30), grafiteada y arañada por el cuchillo; también la de Simone de Beauvoir (1946), diminuta, arrancada de su base y clavada después sobre una varilla; o la de Diego (1955), cuyo perfil tan estrecho parece venir del mundo marino. Modernísima también en esta sala la imagen del artista-ladrón de arte: desde el principio, la obra de Giacometti estuvo entreverada de reminiscencias egipcias -«Cabeza de Isabel» (1936)- y del arte primitivo, africano y de Oceanía.

El peso filosófico

Además, Giacometti señala su dedicación a una figura humana distinta a todo lo anterior, con fuerte peso filosófico. El contacto con su obra constituye una vivencia íntima, a veces turbadora. No buscaba inventar algo nuevo, quizás no buscaba la belleza, sino el poder de la experiencia. Le obsesionaban las cabezas: «¿Por qué tengo necesidad, sí, necesidad de pintar caras? ¿Por qué estoy -¿cómo decirlo?- casi alucinado por los rostros de la gente?».

Alberto Giacometti (1901-1966) nace en Borgonovo, en los Alpes suizos de habla italiana. Era hijo de Giovanni Giacometti, conocido pintor postimpresionista. Su infancia transcurrió entre las largas horas de posado para su padre y los libros de ilustraciones; copiaba a Durero y Holbein. Quizás, como reacción al oficio del padre, decidió dedicarse a la escultura.

Una restauración sofisticada muestra el estado original de sus «mujeres venecianas»

En 1922 llega a París, y en 1926 alquila su mítico estudio de la Rue Hippolyte-Maindron. El París que Giacometti hace suyo, el de sus amigos Breton, Brancusi, Sartre, Beauvoir, Aragon o Beckett, es el del cubismo de los años 20 y el estallido del surrealismo de los 30, que conforma algunas de sus señas de identidad: el mundo de los sueños, la brutalidad sexual y cierta violencia plástica.

En 1941, sale de París coincidiendo con la entrada nazi y pasa la II Guerra Mundial en Suiza. Allí hace girar su arte invadido por la angustia del Holocausto, el existencialismo, la influencia de Sartre. La escala de sus figuras y la materialización del espacio se convierten en su lucha. Sus obras son cada vez más pequeñas, algunas del tamaño y grosor de un alfiler. Están expuestas en una vitrina que recorre las paredes de la sala 5, y a pesar de su diminuto tamaño, rellenan con fuerza el gran espacio que les es asignado.

En un hilo

Tras la guerra, y de vuelta en París, Giacometti hace sus obras más representativas: «Hombre que señala» (1947), «Hombre que camina» (1960). Anatomías esqueléticas, reducidas a estructuras lineares, de factura gráfica. La materia era agregada a armaduras de hilo de hierro para dar forma a unos cuerpos desprovistos de músculo, de órganos, de sexo, de pelo, cuyos brazos nunca eran más gruesos que un lápiz. Figuras que parecen corroídas por el tiempo, como desenterradas de una tumba milenaria, o calcinadas en su estado de angustia por la lava del Vesubio. Ya para entonces trabajaba la mayor parte de las veces de memoria, sus obras nunca pretendieron representar aquello que veía. Sartre decía que estas esculturas parecían espectros salidos de Buchenwald, pero que, miradas despacio, la percepción cambiaba y recordaban a formas etéreas que suben al cielo. La tan elogiada verticalidad de Giacometti es también un espejismo. Ninguna figura está derecha, se trata sólo de una impresión deliberada. Al igual que ocurre con la Naturaleza, el artista no crea desde 1926 ninguna línea recta.

A Frances Morris, la comisaria, le chispean los ojos, que transmiten la emoción de meses de trabajo, cuando llegamos al núcleo de la exposición: «Las Mujeres de Venecia». Estas ocho «centinelas de los muertos» -como decía Genet-, alargadas, desnudas, casi abstractas evocan como pocas el trabajo de posguerra de Giacometti, el más existencialista. Una restauración sofisticada, impensable hace pocos años, permite ver el estado original en el que el artista las creó para la Bienal de Venecia de 1956, cuando representaba al Pabellón de Francia.

Giacometti trabajaba rápido, de noche, sin descanso. Agarrado a su pitillo, de pie, a una distancia siempre fija de su figura en barro. Hacía y deshacía, les quitaba tanta materia que las destruía y empezaba desde cero. Era su carrera en solitario frente a la obra de arte. Sólo escuchaba, con los ojos cerrados como si fuera un invidente leyendo en Braille, los dictados del fondo de su memoria. En la película de Ernst Scheidegger (1965), también en la cita, unos primeros planos del artista trabajando parecen ilustrar el Génesis: manos que moldean el barro sobre el alma sólida de la escultura, sus dedos afinan un cuello femenino, le quitan materia para recolocarla en un hombro, en la frente. Riega la figura con agua para devolverle la maleabilidad y seguir dotándola de más crudeza y una terminación bellísima. Ya no son ni hombres, ni mujeres, ni tienen edad, ni vestido, ni raza.

En 1958, para su fundición en bronce, estas damas de escayola fueron recubiertas de goma laca. Desde entonces quedaron selladas hasta ser desveladas en esta exposición.

Una tensión terrible

Con su rostro de actor de cine, su imagen icónica de artista bohemio que llegaba a cenar a La Coupole con su chaqueta de «tweed» moteada de escayola y captada por las cámaras de Cartier-Bresson y Brassaï, la vida nómada de Giacometti se fue apagando a los 65 años. A su muerte, los muros internos de su estudio fueron salvados por su viuda. Desde el año que viene podrán visitarse en la Fundación Giacometti. Entre esas cuatro paredes, de apenas 4,70 metros, se exhiben, como si fuera una cueva de arte rupestre, capas de croquis acumuladas en 40 años de vida, dibujos preparatorios con trazos de goma abrasiva y lápiz que iban sacando la mirada de sus modelos de la nada. Son documentos únicos de su actividad creadora, restos decisivos del pensamiento en acción de un artista que consiguió insuflar en sus personajes una tensión terrible.

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