Ilustración de Dionisio Ridruejo
Ilustración de Dionisio Ridruejo - J.M. Nieto

Ridruejo en la crisis de su generación

El escritor y poeta participó en la creación del estado franquista, pero no tardó en enfrentarse al dictador

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Dionisio Ridruejo encarnó, como muy pocos hombres de su tiempo, el compromiso radical con España de sucesivas generaciones desde la crisis del 98. Lo hizo en su trayectoria política y sus afanes literarios, campos esenciales donde latieron las virtudes y los defectos de aquella juventud que se encaró con valentía y una cierta imprudencia a resolver el problema nacional. Problema que, como hemos visto caracterizarlo por sus mejores compañeros de partido a comienzos de los años cuarenta, era el de ofrecer una síntesis entre patriotismo y justicia social , tradición y modernidad, nacionalismo y apertura a Europa, que lograra la superación definitiva del conflicto entre las dos Españas.

Ridruejo contuvo en su apretada biografía todas las contradicciones de un hombre honesto empujado por las circunstancias a militar en una idea equivocada.

Como tantos otros jóvenes, se sintió convocado por el discurso espléndidamente inconformista de José Antonio, viendo en él la senda de una nueva España en la que fueran derogadas las divisiones provocadas por la miseria de los humildes, el rencor de los revolucionarios, la arrogancia de los poderosos, el desdén del centralismo y las fantasías de los secesionistas. El corazón de aquellos jóvenes ensanchó su fuerza al calor de un mensaje que pronto habría de mostrar sus limitaciones, administrado por quienes nunca habían aceptado sus exigencias más hondas de fraternidad, servicio e integración.

Sin embargo, Ridruejo se aferró hasta muy tarde a aquellas propuestas escuchadas a ras del suelo castellano, en la crisis de los años treinta , que golpeaban los muros de las viejas ciudades en los que la historia de España se había petrificado. Mientras, al otro lado de la línea de sombra que rompió España en dos, otros jóvenes cantaban los himnos de la revolución proletaria, Ridruejo acompasó su lírica a la firmeza de aquellas raíces imperiales que impregnaban las fachadas de los palacios, la rectitud del paisaje castellano y el orden preciso de los conventos de la Contrarreforma. Sus versos entonaron sonetos a la piedra, cántico a una juventud que palpaba con sus manos la consistencia de la historia hecha materia edificada, roca a la intemperie o apaciguada línea del horizonte en la desembocadura del cuerpo yacente de Castilla.

Aquella necesidad de conservar la esencia de una nación que imprimió sentido a todo Occidente en los años de Isabel, Fernando, Carlos y Felipe, elevó el alma de Ridruejo y sus compañeros a un peligroso misticismo, que no les permitió atender a tiempo las razones de quienes luchaban en un campo que no era ajeno a España, sino solamente otra forma de amarla. Jugaron con el fuego de una pasión intransigente los jóvenes que acabaron ofreciendo su sacrificio a aquella patria ceñuda y difícil, a aquella España a la que todos amaron con voluntad de perfección.

Ridruejo no abandonó sus convicciones falangistas al acabar la guerra. Por el contrario, sin haber ido al frente durante nuestra tragedia nacional, mostró su valor combatiendo en la División Azul, estando a punto de morir en aras de una peculiar idea de Europa. Regresó esperanzado aún, director o referente intelectual de empresas editoriales destinadas a regenerar el falangismo revolucionario. Fue víctima de su sinceridad abrupta con Franco, al que reprochó haber abandonado los ideales de una guerra que no merecía acomodo, aburguesamiento, olvido de promesas o traición a los caídos.

Alejado del favor del Estado que había ayudado a crear, Ridruejo trató de que sus ilusiones juveniles sobrevivieran, como una verdadera utopía, acosada por el pragmatismo, el descreimiento y la desmovilización del llamamiento joseantoniano a levantar una patria nueva, justa e integradora. Siempre creyó, incluso en los momentos de más riesgo de jactancia victoriosa, que las razones de los vencidos habrían de encontrar en el mensaje de Falange su plena ratificación. Siempre recordó las palabras amables y dolorosas del testamento de José Antonio, al asegurar que, de haber escuchado la doctrina falangista, él no estaría siendo juzgado por un tribunal popular ni estarían matándose los hombres en las tierras de España.

En el cruce de la primera y la segunda década de la posguerra que estamos comentando, se empeñó en una última tentativa por regenerar el nacionalsindicalismo. Luchó abiertamente contra quienes olvidaban la problematización de España realizada por la Falange fundacional. Combatió el despeje de valores ideológicos que pretendía la tecnocracia autoritaria, y denunció la terca negativa al reencuentro de los españoles. En 1952, en el primer número de «Revista», publicación primordial de aquellos años de esfuerzo por la reconciliación, escribió un resonante artículo, «Excluyentes y comprensivos». Este texto encabezó una serie de intervenciones durísimas, en las que se reivindicaba el 18 de Julio frente a quienes lo secuestraban desde un sectarismo antipatriótico y reaccionario. «A la hora de luchar y morir las afinidades que cuentan son las últimas y radicales: una fe religiosa, un gusto de civilización, un orgullo de patria. El modo de entender la historia pasa a un puesto secundario».

Pero, cuando callaron las armas, había que restablecer un campo de encuentro donde los adversarios fueran vistos en su verdadero aspecto: figuras trágicas que encarnaron el problema de España. Tratar a los disidentes de antiespañoles y de virus infeccioso de una España ultraconservadora, era para Ridruejo el mayor riesgo que corría el inmenso sacrificio de una generación. Lo que correspondía era demostrar, en tiempo tan difícil para el diálogo, que el falangismo no había «luchado para excluir, sino para convencer, convertir, integrar y salvar a los españoles». Era, quizás , el último rescoldo de aquel incendio ilusionante. Era, tal vez, la ingenua defensa de una fe arrumbada por el poder impune de los aprovechados de todas las causas. Era un último combate por rescatar la dignidad de los vencedores, antes de abandonar la esperanza y buscarla allí donde la historia se aceptó con menos dramatismo, sin la exigencia de rituales de depuración, sin la petición de retóricas aniquiladoras, sin la elección del lugar de los verdugos o de las víctimas.

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