Prokofiev y «El ángel de fuego» en Aix en Provence

En esta producción la presencia ígnea tiene cabida como sugerencia simbólica de un sueño incómodo para quienes lo contemplan

Una imagen de «El ángel de fuego» de Prokofiev en Aix-en-Provence

ALBERTO GONZÁLEZ LAPUENTE

Convertido en director de cine y a punto de inaugurarse la década de los noventa, el polaco Mariusz Treliński quiso explicar que en su trabajo siempre habría originalidad y controversia. Por entonces se trataba de reaccionar ante un ambiente social que, tras abandonar el comunismo, se anquilosaba o no prosperaba con agilidad. El alcohol, las drogas y el sexo eran materias vinculadas a la perversión de manera que tan solo hacía falta hacerlas obvias para incitar al escándalo. Hoy, con el mundo vuelto como un calcetín, Treliński apenas es un «enfant terrible» residual que, quizá para su propio desengaño, no pasa de generar opiniones diversas. En el Festival de Aix-en-Provence, su escenificación de la muy infrecuente ópera de Sergei Profokiev «El ángel de fuego» ha incomodado a algunos y ha satisfecho a muchos más, particularmente al público . El de Aix siempre es complaciente con las novedades, lo cual es muy de agradecer. Incluso digno de ser observado por los más conspicuos analistas de fenómeno social en relación con el mundo del espectáculo operístico.

«El ángel de fuego» parte de un texto del simbolista ruso Valery Bryusov elaborado por el propio compositor. En la Alemania del XVI, Renata vive poseída por el recuerdo de un ángel de fuego , Madiel, a quien busca por todas partes creyendo encontrarlo en Heinrich. Para volver con él reclama la ayuda en Ruprecht con quien mantendrá una convulsa relación que traspasa lo afectivo al tiempo que interfieren fantasmas, deseos, posesiones y miedos religiosos. En definitiva una marmita capaz de excitar las mentes más ansiosas.

La nueva producción de Aix-en-Provence se asienta, también, en el trabajo musical de Kazushi Ono , quien no es precisamente alguien capaz de reventar la tripas de una música que alcanza lo espasmódico. El final es revelador pues se llega a él sin fuerza, con la garra justa y la emoción contenida. Para entonces, la Orquesta de París ya ha recorrido la partitura cumpliendo la misión de leerla con moderada utilidad , apaciguando ritmos y colores, y apoyando correctamente a un reparto que se ha dejado sobre el escenario lo mejor de sí mismo.

Particularmente Ausriné Stundyté, quien hace un encomiable trabajo porque el papel de Renata exige presencia constante sobre el escenario y estado de ánimo limítrofe. Es una gran actriz, como lo es Scott Hendricks, en el papel de Ruprecht. En ambos se ve la buena dirección de Treliński y el compromiso de los intérpretes haciendo suyas las ideas de una producción muy exigente. Pero «El ángel de fuego» queda adormecido ante la calidad vocal de cantantes que a duras penas traspasan el foso debido a lo alicorto de la emisión. Podría creerse que se trata de una cuestión de escuela ante un reparto con raíces en el este a pesar de que el ucraniano Pavlo Tolstoy supere al resto con una presencia vocal que se distancia de la media general. «El ángel de fuego» merece una consideración interpretativa más visceral y evidente .

Esta es precisamente la intención de Mariusz Treliński proponiendo algo que está muy lejos de la fidelidad de cartón piedra con la que relanzar la obra a la obviedad de la brujería e incluso a la sutil metáfora simbolista, de intención metafísica, misterio y misticismo. Para el director polaco la explicación se resuelve mediante la certeza de un comportamiento patológico en el que los ensueños y fantasías significan estados alterados de la conciencia como producto de las drogas y de traumáticas experiencias vitales. De ahí el chute de Ruprecht inmerso en la alteración mental a la que le lleva un carnaval fantástico con la irónica y absurda, sin duda, presencia de Fausto y Mefistófeles; la fantasmagoría de Renata rememorando la imagen de los niños saltando a la comba con un muñeco que tiene la cara de aquel, y, sobre todo, la «retrospección», titulo literal de la última parte de la obra, en la que se revive la traumática experiencia de una infancia de sometimiento.

La propuesta es coherente si se penetra, obviando gestos decorativos, en la raíz del asunto . Algo más oblicua si se concede importancia a la fiel transcripción de las acotaciones originales. Y, sobre todo, factible en ese motel con carteles luminosos y resonancias hippies construido a partir de un entramado de celdas móviles encajadas en un gran andamio. No es la escenografía más original del mundo pero tampoco es necesario que la novedad sea en la ópera una herramienta de uso diario. Lo importante es que en esa casa sin fachada, en ese antro tenebroso donde se hacen presentes pasiones y vicios , muerte y perdición, sexo, la presencia de un ángel de fuego tiene cabida como sugerencia simbólica de un sueño epiléptico, aparentemente real y, sin duda, incómodo para quienes lo contemplen.

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