CRÍMENES EXTRAORDINARIOS

Muerte y silencio en la noche última de los marqueses de Urquijo

Por el doble crimen de Manuel de la Sierra y Torres y María Lourdes Urquijo y Morenés fue condenado a cincuenta y tres años de prisión el yerno, Rafael Escobedo. Cumplidos ocho, se quitó la vida en la cárcel de El Dueso

Familiares de los marqueses, ante los féretros con sus restos mortales EFE
Mari Pau Domínguez

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El teléfono sonó en la redacción del periódico de sucesos «El Caso». El reloj marcaba las nueve y cuarto de una mañana que se presentaba sofocante y desértica en Madrid. Era viernes 1 de agosto; el primer verano de los años 80.

-Se ha cometido un crimen en el chalé de los marqueses de Urquijo. Es en Somosaguas. Vayan pronto. Aún no se ha avisado a la policía –dijo un hombre sin identificarse, que colgó sin esperar respuesta.

Apenas había tráfico. Redactor y fotógrafo no tardaron en llegar a la lujosa mansión a las afueras del madrileño municipio de Pozuelo de Alarcón. Encontraron al chófer en la puerta, junto al vehículo en el que solía llevar a los marqueses, como si los estuviera esperando en un día cualquiera. Dio la triste sensación de querer mantenerse al margen de los movimientos inquietos del personal que se percibían en el interior a través de la verja.

-¿Qué ha pasado? –preguntó el redactor.

El chófer permanecía impasible. Miraba a los ojos del joven sin inmutarse y callaba.

-Venga, hombre… ¿Es verdad que han matado a los marqueses?

En ese momento se oyeron gritos de fondo, femeninos. Sería alguien del personal de la casa, que habría visto ya alguno de los cadáveres. Entonces el chófer habló:

-El cristal de la puerta de la piscina estaba roto. No han robado nada. Iban a por ellos… -agachó la mirada echándolos de menos.

La primera en llegar tras la policía fue Miriam, la hija mayor, de veinticuatro años. Hacía dos que se había casado con Rafael Escobedo, pero ya vivían separados. No podía creerse lo que le habían dicho: «¿Por Dios, qué ha pasado aquí?»

Esa era la pregunta que todos se hacían, ¿qué había pasado esa noche…?

La noche del crimen

Amparados en la oscuridad, dos hombres saltaron la valla del chalet, de apenas un metro de altura. Sabían dónde estaba la alarma y fueron a desconectarla. Boli, el caniche, no ladró. Los intrusos rompieron con cuidado la puerta de cristal que daba acceso a la piscina cubierta, metieron la mano y giraron la llave. Siempre estaba puesta. Y eso también lo sabían. En realidad sabían demasiadas cosas, demasiados detalles que les iban franqueando el paso.

Una vez dentro del edificio principal de la vivienda, se dirigieron hacia el acceso al vestíbulo y el salón en su camino a las habitaciones del piso superior. Con un pequeño soplete hicieron un orificio de diámetro suficiente para introducir la mano y quitar el pestillo de una gran puerta corredera. Enfilaron la escalera de subida con la complicidad de la moqueta, que amortiguaba el ruido de sus pisadas. Ya estaban cerca del objetivo. Los marqueses dormían desde hacía tiempo en habitaciones separadas.

Uno de los asaltantes se dirigió sin vacilar hacia el dormitorio del marqués, lo alumbró con una linterna mientras se aproximaba a él con paso firme, y a una corta distancia le descerrajó un tiro en la nuca, limpio y certero, que lo mató al instante. Hecho. Había sido fácil. Aparentemente…

Muerte y casualidad

El asesinato de los marqueses de Urquijo ocupó la portada de ABC el 2 de agosto de 1980 ABC

Culminado su propósito iban a abandonar el lugar cuando, en la huida, tropezaron con un mueble.

-¿Quién anda ahí? ¿Manuel…, te ocurre algo?

La marquesa se había despertado con el ruido. Nunca sabemos la fracción de segundo que aguarda a nuestro final. Caminamos con ello mientras vivimos. Está ahí aunque parezca no existir; hasta que llega. Y aquella fracción de segundo en la que los asesinos podían haber huido sin dejar rastro pero en la que, sin embargo, rozaron una silla levemente, lo suficiente para que se tambaleara y golpeara una cómoda del pasillo haciendo que la pistola de uno de ellos se disparara por accidente, condujo a María Luisa a la muerte segura. Por una casualidad un terrible final… Implacables, los verdugos entraron como una ráfaga en su habitación en el instante en el que se incorporaba para comprobar qué pasaba y le dispararon en la boca. Uno de ellos le sujetó el cuello para no errar, todavía estaba viva aunque rota por el dolor, y volvió a disparar esta vez en dirección ascendente, alcanzándole el proyectil el cerebro. Se desplomó en el lecho revuelto.

Lo que creyeron que había sido un asesinato fácil y «limpio» derivó en una orgía de sangre, en la cama, el suelo, las paredes…

El arma: una pistola pequeña con silenciador, del calibre 22. En días posteriores, los expertos en balística atestiguarían que las balas habían sido previamente manipuladas para causar mayores lesiones internas. ¿Quién podría desear tanto mal a las víctimas?

Los marqueses de Urquijo, don Manuel de la Sierra y Torres y doña María Lourdes Urquijo y Morenés, apadrinados por los condes de Barcelona en su boda en 1954, yacían en sendos charcos de sangre a escasos metros el uno del otro. Nadie oyó nada. Como si no existieran. Boli, el caniche, seguía sin ladrar. La cocinera, que dormía en la planta de abajo, ni se inmutó. Al alba, el sol fue abriéndose paso llenando de claridad el chalet de los Urquijo, lo que dejó al descubierto los restos de la sanguinaria noche.

La mañana que todo lo cambia

Diego Martínez, administrador del patrimonio familiar desde hacía más de treinta años, llegó como todas las mañanas para incorporarse a su trabajo sin tener ni idea de lo que había pasado. Al menos eso dijo, por lo que llamó la atención que se presentara de luto riguroso y más siendo agosto. Sin dar explicaciones, a pesar de que se sentía amenazadoramente observado, reunió al personal de servicio que se había ido sumando al escenario de la desdicha. Les dio una orden un tanto extraña: que lavaran los cadáveres con agua hirviendo antes de que llegara la policía. Después él destruyó buena parte de los documentos que se guardaban en la caja fuerte de los marqueses, mientras seguía llegando gente.

-¿Qué haces tú aquí, Rafi?

A Miriam no le gustó la visita de su marido. Para entonces mantenía una relación sentimental con un norteamericano, Richard Denis, al que había conocido en el verano de 1977. Pero Rafi no había ido a verla a ella sino a su hermano Juan, con quien mantenía una estrecha amistad desde los tiempos de la facultad de Derecho en la que ambos estudiaron. Juan residía en Londres, por eso tardó horas en llegar a la casa familiar y encontrarse de frente con la tragedia y sus diferentes protagonistas. Él también lo era. Tan víctima como su hermana. El asesinato de sus progenitores los había dejado huérfanos, aunque a decir verdad huérfanos de una madre que sufría en soledad y de un padre tacaño que los humillaba y les negaba el dinero hasta para lo más básico. A Miriam y a Juan los llamaban en su círculo de amigos «los pobres». Pero ya se acabó. Ahora todo pasaba a ser sólo de ellos, el dinero y también la eterna desgracia de aquella noche que cambió sus vidas para siempre. Y en el ambiente flotaba un vago aire de sospecha que los acabó rozando a todos. Aunque a los pocos meses se apuntó a uno de ellos…

Periodistas ante la casa donde se produjeron los hechos ABC

La debilidad de Rafi

Rafael Escobedo confesó haber asesinado a sus suegros al considerarlos culpables de que su matrimonio fracasara. De hecho, el marqués se había opuesto al casamiento con su hija, decían las malas lenguas que porque se veía reflejado en él cuando inició su ascenso social al unirse a una Urquijo. Antes de casarse con la marquesa, Manuel de la Sierra no pasaba de ser un funcionario de la embajada de Estados Unidos.

Al parecer, tras los asesinatos Escobedo le dio la pistola a su amigo Javier Anastasio para que la hiciera desaparecer arrojándola al pantano de San Juan. Nunca se encontró. Rafi, como si lo hubiera asistido una revelación, cambió su testimonio para defender su rotunda inocencia. Pero la justicia no le creyó.

Cada mañana en la cárcel era para él un nuevo amanecer entre tabaco y derrota. Las circunstancias acentuaron su debilidad. Un día le echó a un compañero de prisión una mirada vacía, descolgada ya de la vida. Siguió proclamando su inocencia, hasta que la fuerza se le quebró del todo y apareció ahorcado en su celda.

Ese podía haber sido el final. Sin embargo, la autopsia reveló que había sido envenenado, iniciándose así el cierre en falso del doble crimen que sigue fijado a golpe de pistola y de historia en nuestra memoria colectiva.

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