CRÍMENES EXTRAORDINARIOS

Masacre en agosto. Sangre y dolor de un odio centenario

La matanza de Puerto Hurraco permanece en la memoria de la crónica de una España tan negra como el duelo que causó

Vídeo: ABC | Emilio Izquierdo, uno de los asesinoes, en el momento de su detención por la Guardia Civil ABC

MARI PAU DOMÍNGUEZ

La matanza de Puerto Hurraco permanece en la memoria de la crónica de una España tan negra como el duelo que causó. El odio entre dos familias, Izquierdo («Los Patas Pelás») y Cabanillas («Los Amadeos»), estalló en una furia sangrienta sin precedentes. Pero la rivalidad se prolongaba desde hacía un siglo, durante el que ya hubo varios crímenes y condenas de cárcel. En 1984, Isabel Izquierdo murió en el incendio de su casa. Sus hijos culparon a Antonio Cabanillas y se la juraron. Seis años se pasaron Ángela y Luciana sembrando el germen de la venganza en sus hermanos Emilio y Antonio. Hasta que en aquella calurosa tarde de domingo cogieron sus escopetas de caza para provocar una masacre que se saldó con nueve muertos y doce heridos graves. Al ser detenidos confesaron su intención de haber seguido matando.

A media tarde Emilio sacó del congelador una barra de helado de dos sabores, nata y fresa, mientras su hermano Antonio extraía las galletas de un cajón y buscaba un cuchillo grande con el que poder partir la barra. El asfixiante calor de agosto les caía licuado por la cara. Cuando Luciana y Ángela entraron en la cocina para empezar a ver qué se iba a hacer de cena, Antonio ya estaba cortando la barra sin ningún cuidado.

-¡Mira que sois exagerados! -les gritó Luciana.

-No pensaréis comeros todo eso… -remató Ángela.

A los hermanos Izquierdo les daba igual la estación que fuea; siempre tenían bajadas las persianas

En respuesta, Antonio les acercó el cuchillo para asustarlas, «¡dejadnos en paz!», y se puso a colocar las galletas en los cortes del helado que ya empezaba a deshacerse, tal era la temperatura. Ni siquiera mantener la casa prácticamente a oscuras aliviaba el sofoco de aquel agosto. Aunque a los hermanos Izquierdo les daba igual la estación del año que fuera; siempre tenían bajadas las persianas. La vivienda, de dos plantas angostas, tan amordazada entre una interminable hilera de casas como lo estuvieron desde siempre sus almas por el mero hecho de nacer siendo un Izquierdo, permanecía en una constante y agónica penumbra.

En la casa de Monterrubio de la Serena vivían cuatro de los seis hermanos, que apenas pisaban la calle. Era gente extraña y remota, como de otro tiempo. De los seis hermanos, Emilia se había casado y tenía su propia familia. Jerónimo, el mayor de todos, falleció en un psiquiátrico en 1986 a los nueve días de haber apuñalado a un Cabanillas, que sobrevivió, nada más salir de la cárcel, precisamente por haber asesinado a otro, a Amadeo.

Las hermanas tenían atemorizada a la población. No había lío en el que no se metieran

Antonio apenas le sacaba dos años a su hermano Emilio, de cincuenta y seis. Las hermanas, de cuarenta y nueve y sesenta y tres años, mujeres avejentadas por el odio y el lugar, tenían atemorizada a población. No había lío en el que no se metieran. El comportamiento estrambótico incluía recorrer las calles insultando a diestro y siniestro a voz en grito; y también innumerables idas y venidas al cuartelillo de la Guardia Civil simplemente para decir que en aquel pueblo no se podía vivir. Y es que tal vez no hubiera paz posible para ellas, pero no allí sino en ningún lugar del mundo. «No podemos estar bien, no hay manera», se lamentaban las dos mujeres ante el cabo.

Antonio y Emilio, en cambio, iban más a lo suyo y evitaban el conflicto. Lo de ellos corría por dentro. La inquina que discurría por sus venas con ansias de muerte se convertía en la savia que los mantenía vivos.

Aquella tarde, los restos del helado les chorreaban por las sucias comisuras de los labios. Ambos compartían la pasión desmedida por el helado, como desmedido resultaba el odio que le tenían a los Cabanillas, conocidos en Puerto Hurraco por su mote, «Los Amadeos». Y a ellos, los Izquierdo, por el de «Los Patas Pelás». Dos familias enfrentadas por un resentimiento ancestral.

Puerto Hurraco era la definición de los confines del mundo en el tiempo y el espacio. Una aldea que esperó hasta los años setenta para tener electricidad

Puerto Hurraco era la definición de los confines del mundo en el tiempo y el espacio. Una aldea que esperó hasta los años setenta para tener electricidad, y hasta los ochenta para el agua corriente. Un reducido universo fundado por familias que llevaban el apellido Izquierdo en permanente pugna contra quienes consideraban unos allegados a principios de siglo: los Cabanillas, ejemplo de la emigración a Cuba. Pero ejemplo de nada más, ni los unos, ni los otros. A lo largo de casi cien años, problemas hubo de despecho y enredos sentimentales que no hicieron más que agravar la conflictiva relación entre «Amadeos» y «Patas Pelás». Varios crímenes abonaron la historia común de las dos familias, tiñendo de sangre un rencor hereditario que rozaba los límites de una maldición. Hasta que se produjo lo imperdonable: la muerte de la madre del clan de los Izquierdo en un incendio del que se empeñaron en culpar a los Cabanillas, a pesar de que jamás se pudo demostrar.

-Déjalos aquí a ver si revientan de tanto comer. Vamos a rezar, hermana, por nuestra pobre madre. Ya ves que a ellos poco les importa.

-¡No vuelvas a decir eso o…!

¿O qué, Emilio? -le cortó retadora Luciana al más altivo de los hermanos-. ¡Si tú no tienes cojones!

-¿O qué, Emilio? -le cortó retadora Luciana al más altivo de los hermanos-. ¡Si tú no tienes cojones!

De un violento manotazo le tiró el helado al suelo.

-Tienes razón -metió cizaña Ángela-. Como si no fuera con ellos que nuestra madre se quemara viva.

-¡Brujas! ¡Dejadnos en paz!

Por un momento pareció que fuera a echarse a llorar como un niño por el desastre de su helado. Sentó su corpulencia en el suelo y se quedó mirando el rosa de la fresa. Sintió una quemazón en el interior de su cabeza, muy molesta. Le ardía. Comenzó a ver el color rosado con más intensidad hasta que se le tornó rojo. Rojo sangre, rojo llama. Y la pobre madre ardiendo en el infierno de casa que se tragó su vida entre el fuego.

Elevó una mirada inculpadora hacia su hermana: «¿Vosotras qué hicisteis para salvarla, eh? Salir corriendo y abandonarla, eso es lo que hicisteis».

-¡Anda, quita de ahí, hombre, que no sirves pá ná más que pá estorbar! -Luciana, que seguía horadando la conciencia del hermano, le dio con la fregona para que se apartara y poder recoger los restos del helado.

-¿Eso es lo que tú crees? ¿Qué no sirvo pá ná? No hay mejor cazador que yo.

-Ellos, los malditos Cabanillas, sí que saben cazar. Cazaron a nuestra madre como si fuera un animalillo y le incendiaron la casa -la expresión de Ángela no era de dolor sino de furia, de rabia… del más puro odio.

-¿Adónde vais a las seis de la tarde con las escopetas? -preguntó Luciana al verlos salir.

-A cazar tórtolas -respondió Emilio malhumorado y metió las armas en la parte trasera del viejo coche.

Los dos hermanos recorrieron en silencio los doce kilómetros de distancia hasta Puerto Hurraco

Los dos hermanos recorrieron en silencio los doce kilómetros de distancia hasta Puerto Hurraco. Armados y vestidos de cazador, se escondieron en una calle a esperar el momento. Antonio revisaba las escopetas con repetidor cargadas con cartuchos de postas. Hasta que llegó la hora. Las nueve. El día se iba apagando sin prisa. Las ansias de venganza de los Izquierdo, en cambio, estaban cada vez más encendidas. Apenas si habían elaborado un plan. No es necesario cuando el odio une en la desgracia de sentirlo.

Muchos vecinos apuraban en la calle los últimos momentos de un sofocante domingo. Había corrillos de gente hablando y despidiéndose hasta el día siguiente. Hombres a la puerta del bar de la plaza. A escasos metros jugaba un grupo de niñas a las que la naturaleza les desgranaba la adolescencia. Entre todos componían la estampa de lo cotidiano; la de la vida en una aldea tranquila y cansada de tanto calor.

Una estampa que estaba a punto de resquebrajarse de la manera más brutal. Ocurrió muy rápido. Emilio y Antonio Izquierdo salieron de un oscuro callejón disparando interminables ráfagas que tiñeron de sangre adolescente la plaza de Puerto Hurraco, porque las primeras en caer fueron las hermanas Encarnación y Antonia Cabanillas, de trece y catorce años, hijas de Antonio Cabanillas, su principal objetivo.

El terror ya estaba sembrado aunque no había hecho más que empezar. Los Izquierdo abatían a todo aquel que encontraban a su paso,

Gritos, confusión, carreras de un lado a otro buscando protección… El terror ya estaba sembrado aunque no había hecho más que empezar. Los Izquierdo abatían a todo aquel que encontraban a su paso, «¡os vamos a matar a todos!», clamaba Emilio sin dejar de disparar. A las puertas del club social no quedó nadie en pie. El olor a pólvora alimentaba el ánimo de los dos enajenados, imparables en su carrera de exterminar a los Cabanillas.

Otra vecina, Isabel, que estaba sentada al fresco en la puerta de su casa, fue asesinada después de haber sido herido mortalmente a su yerno Andrés. Y Guillermito, de seis años, recibió impactos de postas que le perforaron el cráneo. El plomo que disparaban los Izquierdo les pesaba en el corazón desde la dramática muerte de su madre. «¿Con que no servimos pá ná, eh, hermanitas?», musitaba Emilio embriagado por la mezcla de tierra, sangre y pólvora.

Con el último disparo el rastro de las dos hermanas Izquierdo se disipó definitivamente. Y un terrible silencio se extendió cubriendo de miedo lo que quedó de Puerto Hurraco.

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