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EN BUSCA DE UNA IDEA DE ESPAÑA

María Zambrano: España, sangre universal

Buscó en la historia patria todo aquello que había que salvaguardar, pensando que el Occidente entero se salvaría con el ejemplo de España en la guerra civil

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Es imposible leer los escritos de María Zambrano sobre la guerra de España sin sentirlos como anticipación de inquietudes actuales y muestra del deseo de forjar una nación dotada de verdadero ser, de existencia consciente. Esta discípula de Ortega publicó su primer libro, «Horizontes del liberalismo», en los albores de la República, en pleno entusiasmo de una elite que cobraba luz a la sombra del maestro. Pero esta mera resonancia de la voz de Ortega en la que se movieron tantos, pronto había de ensancharse con la vigorosa personalidad de María Zambrano. Nada tuvo de ambigua su relación con el régimen que defendió en las peores circunstancias de la guerra, y cuya dignidad no dejó de sostener en el prolongado exilio posterior a la victoria de los sublevados.

Nada tuvo de recelosa su reflexión sobre la herencia cristiana de Occidente; nada del singular disgusto de Ortega por el pasado español. Antes al contrario, Zambrano buscó en la historia patria todo aquello que había que salvaguardar, pensando que el Occidente entero se salvaría con el ejemplo de España en la guerra civil.

Porque es en ese momento trágico donde María Zambrano descubre la posibilidad de rectificación histórica. En su hermoso ensayo, «Los intelectuales en el drama de España», delatará los excesos del racionalismo en el callejón sin salida espiritual en que se encontraba la civilización europea. Desde el esplendor de las culturas clásicas, la confianza absoluta en la razón humana había forjado la ilusión de que todo podía ser comprendido, organizado, cosificado, al servicio de una imagen del progreso que solamente obedecía a las normas administrativas de nuestra contabilidad conceptual. Bajo el orden falsificado de ese optimismo racionalista continuaba latiendo la injusticia. Bajo ese esquema lineal del progreso asomaban los brotes de la incertidumbre. «Después del Renacimiento, por complicados caminos, el hombre fue falsificando, desrealizando cada vez más la imagen y hasta la idea de su vida. Se fue idealizando hasta llegar en su soberbia a presentarse una imagen de la existencia coincidente con su ideal. La inteligencia ha perdido la conciencia de sus pecados. Ha reducido el orbe a su medida y todo le es permitido».

Despreció a quienes se alojaban en una caprichosa neutralidad blindada por su autismo elitista y a quienes no combatieron

De esa exageración de lo racional había brotado, según Zambrano, el rechazo al propio sentido de la vida que se vengaría reclamando el retorno a lo elemental, a lo sustancial, a la lucha contra el absolutismo de la inteligencia. Del combate contra los abusos del racionalismo, sin embargo, habían surgido las condiciones de la barbarie. De la condena de unos excesos Europa se había deslizado al rechazo de la cultura entera, a negar el vínculo entre la razón y la experiencia vital que constituye una civilización. Para María Zambrano, el fascismo era la forma más peligrosa de esa quiebra cultural. Y, para una persona que jamás abjuró de su acendrado españolismo, lo peor de esa actitud era que se ejercía precisamente en nombre de la redención de la España auténtica frente a la impostura de la Antiespaña, contaminada por el pensamiento moderno de Europa.

La defensa del espíritu español había de hacerse desde otro lugar. La guerra civil era una inmensa posibilidad, porque había sacado a la luz las insuficiencias del curso intelectual de Europa, había denunciado la parálisis del pensamiento español durante siglos, y ofrecía ahora la oportunidad de devolverle a España un protagonismo que había de rectificar ambas cosas. Circunstancia terrible la de la guerra pero ocasión para que el hombre se entregara a «un hecho vivido íntegramente sin rehusar todo su fruto. Una experiencia en que el hombre de hoy se entregue a la vida o, lo que es lo mismo, a los acontecimientos, y los apure hasta el fin». La nación en lucha podría acabar con toda falsificación racionalista y destruiría la máscara del fascismo como protesta de la vida auténtica, como ensalzamiento de la patria verdadera, como salvación de la comunidad tradicional.

La misión del intelectual

La misión del intelectual era terrible: debía tomar partido. Zambrano despreció a quienes se alojaban en una caprichosa neutralidad blindada por su autismo elitista. Despreció a quienes no combatieron: «quedarán desvinculados de las tareas esenciales del futuro, vagando por esos espacios siderales del arte, lejos de los hombres, de sus dolores y de sus glorias. Los que no fueron capaces de hundirse en las zonas fecundas de su hombría, quedarán condenados por la justicia invulnerable de la vida a vagar melancólicamente, administrando su obra anterior». Tremendas palabras que solo podían aludir a quienes fueran sus amigos y maestros, cuyo refinamiento intelectual y exquisitez moral les permitió no escoger cuando todos los españoles lo estaban haciendo, con repugnancia por la muerte, pero con conciencia de que, a uno y otro lado, se combatía por el destino irrevocable de España.

Esa España que había quedado al margen de tantas cosas en los grandes cambios espirituales del mundo moderno –resulta conmovedor el elogio que esta republicana hace de la reforma católica y de San Ignacio, como respuesta a otro momento de zozobra–, es la España que tiene reservas inmensas para hacer frente a una crisis de civilización. El pueblo, el buen pueblo español que ha desdeñado la corrupción de sus elites, la carencia de su sentido de Estado, la frivolidad de quienes debían haber sido sus dirigentes, ha mostrado que quiere ocupar un lugar en la historia. Más que eso: que quiere recuperarse a sí mismo, descubriendo en su ayer una norma moral que no es pura reacción, sino hallazgo de aquello que no pudo realizarse plenamente.

Toda la historia del fracaso español resuena en las páginas de Zambrano como esperanza y como ejemplo para el mundo en esa tremenda «hora de España». Porque España tiene capacidad de transmitir su energía en un momento en que el racionalismo y el vitalismo radicales devoran la consistencia anímica de Occidente. Y lo hace con su sacrificio. Esa salvación «tenía que hacerse en la sangre y, por la sangre, en la vida. Pero la sangre también puede hacerse universal.

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