Álvaro Arbina, autor del la novela «La mujer del reloj»
Álvaro Arbina, autor del la novela «La mujer del reloj» - ABC

La isla de Cabrera, el primer campo de concentración de la Historia

Álvaro Arbina recupera uno de los sucesos más ignorados de la Guerra de la Independencia en «La mujer del reloj», su primera novela

PALMA DE MALLORCA Actualizado: Guardar
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En algunos rincones de Francia todavía hay padres que atajan las travesuras de sus hijos diciendo: «Como te portes mal te llevamos a Cabrera». Lo que sucedió en este reducto de las Baleares aún permanece en el imaginario colectivo de los franceses. Su origen data de la batalla de Bailén, en 1808, cuando miles de soldados de Napoleón se rindieron y acabaron hacinados en la isla. Este episodio perdido de la Guerra de Independencia es uno de los muchos que aparecen en «La mujer del reloj» (Ediciones B), la novela debut de Álvaro Arbina.

«Creo que la Guerra de Independencia no se ha tratado lo suficiente en la Literatura en comparación con otras épocas como la Guerra Civil, que sí está mucho más explotada», explica el autor en la cafetería de un hotel de Mallorca.

Este vitoriano de 25 años encontró en la Guerra de Independencia y el encierro de Cabrera un pasaje con muchísimo potencial literario. «La mujer del reloj» recupera un conflicto que tuvo trazas de Guerra Civil. Fue una contienda en la que, mientras muchos españoles morían fusilados al grito de «¡Viva Fernando el Deseado!», este vivía como un sultán a costa del expolio que los franceses estaban realizando.

La suya es una novela bien ambientada, bien hilada y con un final inesperado. Quizá lo más correcto sería definirla como una novela histórica, pero en realidad es una ensalada de géneros. Hay thriller, hay aventura, pero sobre todo hay mucho de lo que él llama novela de ilusionista: «Que es como cuando un mago desvía la atención hacia una mano mientras con la otra está perpetrando el engaño». Seguramente esta sea la definición más precisa.

La historia...

Aunque ocupa un espacio breve dentro del libro, el encierro de Cabrera es un suceso de lo más sugerente. Todo comenzó en la batalla de Bailén, a mediados de 1808, cuando miles de soldados franceses acabaron por rendirse. Fueron confinados de primeras en Sanlúcar de Barrameda y más tarde metidos en pontones (barcos prisión) fondeados en la bahía de Cádiz. Algunos fueron llevados a Canarias, otros a Mallorca... Pero el hambre que pasaba España en aquellos días obligó a llevar el resto a Cabrera, una isla semidesértica del archipiélago balear.

Se calcula que llegaron casi 5.000 de una tacada, aunque al final fueron 11.381 soldados los que pasaron en algún momento por ella. Los primeros en llegar arrasaron con todo lo que había, convencidos de que pronto los mandarían a Francia. Sin embargo, Napoleón no hizo ni una sola gestión para recuperarlos y permanecieron allí durante años.

Cada semana llegaba un barco desde Mallorca con comida, pero no era suficiente. La cifra de hombres allí retenidos era una incógnita. Para las autoridades españolas eran menos de los que se decía. Pero los franceses aseguraban ser más para conseguir así más alimentos. Se inventaron incluso la figura del «hombre de paja» para falsear los recuentos. Cada vez que se hacía uno de estos censos, algunos franceses volvían al comienzo de la fila aunque fuera nadando para que los volvieran a contar. El hambre les agudizó el ingenio y la mala baba.

Para darles consuelo espiritual llegó a los pocos días un capellán de nombre Daniel Estelrich. Era un tipo exigente, con carácter, que se encontró de pronto con un grupo de ateos ilustrados rebotados de la guerra. Mal cliente. La relación entre el cura y los franceses fue muy compleja desde el primer día, y acabó con el sacerdote clavando su cayado en tierra al grito de: «Abandonaréis la isla cuando a este palo le salgan ramas».

Los soldados de Napoleón permanecieron allí hasta el año 1814, y en ese tiempo hicieron de todo: algunos se inventaron hasta un teatro en una de las cuevas de la isla. Los actores cobraban entrada y acumulaban telas con la excusa de fabricarse nuevos disfraces, pero en realidad las querían para construir un velero que los sacara de aquel infierno tan bien descrito en la novela. De aquella historia solo queda el monumento a los franceses y las lagartijas negras que sirvieron de alimento a más de uno. Alguien ha colocado una corona de flores (ya secas) y un banderín de la Unión Europea, como pidiendo que no se vuelva a repetir.

... y la leyenda

Por los libros de historia y por novelas como la de Álvaro Arbina sabemos más de lo que ocurrió en Cabrera durante el siglo XIX que tras la Guerra Civil y los años 40. Durante la Segunda Guerra Mundial, por ejemplo, un soldado alemán llamado Johannes Böckler tuvo un accidente de avión cerca de la isla. Fue llevado a Cabrera con vida pero murió poco después y lo enterraron en el cementerio de la isla, cerca de la tumba de un pescador.

El cuerpo de Böckler permaneció en Cabrera hasta el año 1982, cuando se llevaron los restos a Cuacos de Yuste (Cáceres), donde está el único cementerio de soldados alemanes fallecidos en España. Un chascarillo (poco creíble) dice que los militares españoles encargados de recuperar el cuerpo se equivocaron con la identificación y rescataron los huesos del pescador. Esto ha dado lugar a la leyenda de que el espíritu de Böckler, conocido como «El Lapa», sigue por Cabrera agarrando a la gente del hombro para que, como le pasó a él, tampoco puedan salir de la isla.

El libro de Álvaro Arbina recuerda que durante el encierro de Cabrera hubo casos de canibalismo cuando la comida empezó a escasear. Otra historia cuenta que un soldado polaco asesinó a un compañero, cocinó su hígado y se lo dio de comer a los demás. Cuando terminaron de cenar, este soldado reconoció que había sacado la pieza del cuerpo de un compañero y se armó un escándalo. Le aplicaron la ley marcial y el asesino reconoció que lo hizo plenamente consciente: sabía que lo iban a matar, pero no quería morir sin volver a probar la carne.

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