Rodrigo Cortés

El hombre del abrigo largo

Rodrigo Cortés
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A Dylan, que antes se apellidaba como se apellidan los pianos, nunca le ha cargado ser definible, sólo definido. Por otros, se entiende, por cualquiera, de cualquier manera, incluso de la correcta, que vaya usted a saber cuál es. En cuanto se ve en un corral, salta la valla de noche y prueba suerte en otra parte. Ya cuando joven de pelo de arbusto y gafas otoñales rechazó abanderar la contracultura como ahora huye de la cultura, que es la contracultura de la contracultura. Por si acaso. Por si alguien le dice qué hacer. Obedecer, que es cumplir las expectativas de los otros, es la única tentación en que no ha caído en cincuenta años de carretera.

Dylan, como Lucifer, es delgado y lúcido.

Lo era cuando sabía más por joven que por diablo y se enfrentaba arrogante a la arrogancia del periodista y a la arrogancia del fan, que creía que comprar un disco era alquilar al cantante, y resulta que no, como el periodista cree que preguntar es tener derecho a saber, y resulta que tampoco. «¿Piensas quedarte al concierto?», preguntaba a un reportero del Times con hombros de sparring en un backstage en blanco y negro filmado por Pennebaker. Sudoroso, el reportero balbuceaba, cada vez con menos ganas de hablar. Y Dylan lo apretaba y apretaba, desganado e implacable: «Irá rápido, escucharás las palabras equivocadas y, cuando acabe, no voy a explicarte qué he hecho, porque no hay un mensaje detrás, aunque tú dirás que sí. Hazlo. No te estoy cuestionando: no espero ninguna respuesta de ti. No hay forma de que me conozcas; podría decirte quién soy, pero ¿entenderías algo?». Escribo de memoria, también en blanco y negro; él diría otra cosa. Así lo recuerdo. Lleva cinco décadas diciéndolo, las mismas que lleva callado, por turnos, sin que escapada y silencio se hagan sombra. Dylan ha muerto quince veces y no ha visto necesario resucitar ninguna. Ha sido acústico y ruidoso, soplador, aspirador, jadeante e inhalador, sordo y mudo, católico, judío y nada, ha servido siempre a alguien y nunca ha servido a nadie, ha tocado bien y mal, ha cantado como el culo, mejor que nadie, hondo, afinado, reverberante, ha escrito mejor y peor que otros, y lo ha dicho todo (y nada) en los primeros versos de «Highway 61 revisited», esos que dicen… Dios le dice a Abraham: «Abe, tienes que matar a tu hijo». Abe: «Estás de coña, ¿no?». Dios: «No». Abe: «¡¿Cómo?!». Dios: «Puedes hacer lo que quieras, Abe, pero, la próxima vez que me veas, más vale que salgas corriendo». Así que Abe le pregunta: «¿Dónde quieres que me lo cargue?» Y Dios: «En la autopista 61».

Cuando le dijeron en Suecia que bien, miró desde lo alto del caballo a una comadreja y le preguntó sin palabras si debía mandar a una indiecita a recoger el premio o debía quedarse en casa tocando el clarinete. O si debía pasarse entre bolos por Estocolmo, como quien se deja caer por casa cuando huele a guiso. La comadreja le miró con la indiferencia con que él mira al resto del mundo y se escabulló, aburrida, entre los arbustos. Así que Dylan, sin parpadear siquiera, decidió hacer lo de siempre: cantar por la nariz, encima de una serpiente. Debajo de un sombrero robado a un tahúr, que también es un sombrero de vender peines. El de pactar con Mefistófeles y recordarle luego quién manda.

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