Campos de batalla, polvorines y excrementos: la milagrosa supervivencia del Museo del Prado al s.XIX

Junto a sus muros han discurrido los acontecimientos más dispares, que hacen de la historia de la pinacoteca un espejo de la de España

Imagen de archivo de la pinacoteca Manuel Sanz Bermejo
Jesús García Calero

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La superviviencia del Museo del Prado , recién galardonado con el Princesa de Asturias de la Comunicación y las Humanidades es casi un milagro, tal y como se reflejó en el brillante trabajo de Antonio García Monsalve, el jurista que registró la historia convulsa de la pinacoteca en 1994. Y es que junto a sus muros han discurrido los acontecimientos más dispares, que hacen de la historia del Prado un espejo de la de España, de las vicisitudes de la convulsa política novecentista, entre pronunciamientos militares y sensibilidad inhumada, y de las dificultades que atravesó ya en nuestro siglo.

Cañones sobre mantequilla

Por ejemplo, durante la Vicalvarada de junio de 1856, el general Serrano bombardeó el Congreso desde el pabellón del Tivoli, lo que hoy es el Hotel Ritz. Sus cañones, así como los de Narváez, que se encontraban en la plaza de la Cebada y buscaban el blanco en dichas posiciones, dispararon sus proyectiles en una zona muy próxima al Edificio Villanueva, y más de uno pudo rozar su cubierta . El escenario debió retumbar a cada hora y las joyas del Prado se removieron seguramente de la impotencia de sus frágiles escarpias.

Lo cierto es que la integridad del Prado se vio amenzada en ocasiones , después de que se separara la Real Casa de la Administración del Estado. Aunque esto aconteció en 1814, mientras fue considerado Museo Real los problemas no abundaron. Pero en 1838 se promulga otro decreto, creador de la intendencia del Prado, que supone la verdadera separación entre la Casa Real y el Estado en lo que respecta a la pinacoteca. El nuevo orden de cosas convertirá a la Administración en uno de los mayores quebradores de cabeza para el museo. Así, en 1839, empiezan los problemas graves. El Cuartel de San Jerónimo, vecino de la pinacoteca, albergaba un regimiento de artillería. El 11 de mayo de ese año, el conserje informa al director de los daños causados por dicha unidad militar. Madrazo eleva otro informe detallado a la intendencia el 11 de octubre de 1841, y en él relata que, con motivo del cumpleaños de la Reina, la dotación realizó las salvas de ordenanza «delante y muy inmediatamente a uno de los costados del Real Establecimiento. Las salvas han conmovido el edificio, habiendo saltado de las paredes algunos clavos (con sus respectivos cuadros) y roto cristales. Deseo que no se repitan y que las salvas se hagan en otro punto más distante». El hecho era, para García Monsalve, elocuente de la falta de sensibilidad de la época.

Salvas «salvajes»

El 28 de noviembre de 1841, Capitanía General cursa una orden para que se extreme la prudencia en caso de salvas de ordenanza . A pesar de todo, el 2 de diciembre de 1854, esto se olvida y se ordenan nuevas salvas desde la plaza Murillo. El conserje informa de la rotura de ciento seis cristales y la caída de ochenta y dos cuadros...

Por si no fuera poco, el Cuartel de San Jerónimo no disponía de letrinas cuando acogió a la unidad del Parque de Artillería, por un fallo en la previsión logística, pese a que su construcción se ordenó en 1842 «para evitar el pestilente olor y las insalubres condiciones en que se encontraban los alrededores del museo» . Las aguas fecales caían en el foso contiguo a la casa de los porteros del museo, pero los comunes tardaron aún un tiempo en construirse y Madrazo vuelve a exigírselo a Capitanía. Al año siguiente, en su memoria a la intendencia, el director informa de que ha destinado 1.178 reales a la limpieza del foso. La cantidad fue concedida, sin embargo, por la Real Casa, una vez más mentora del Prado, a pesar de la separación de las ideas de Corona y Nación, propia de nuestro siglo XIX. Pero los atentados a la salubridad del museo provinieron también, a renglón seguido de los ya relatados, de la insensibilidad de la Administración Local.

En olor de multitudes

El 23 de mayo de 1843, el Prado comunica a la Intendencia que «el Ayuntamiento ha procedido a la formación de un «basurero inmundo» para producción de abonos humanos tras el museo . Se han colocado piedras para que «pordioseros y muchachos» hagan sus necesidades». Ello produce pestilencias ya en esa época primaveral, con vergüenza cuando el director recibe visitas de extranjeros ilustres. Anuncia también que en verano la pestilencia será insoportable y que ya ha comenzado la destrucción de marcos dorados por oxidación. Museo y Real Casa se unen, una vez más, para conseguir que la Administración colabore en materia de protección, algo que no consiguieron en muchos casos.

De los muchos problemas habidos, quizá el más grave fue la existencia de un polvorín en la unidad militar antes referida, la del Cuartel de San Jerónimo. Seis mil barriles de pólvora se encontraban estibados en el almacén del regimiento, como en una santabárbara, a la espera de una chispa que les permitiera lucir todo su esplendor, y arruinar el de la pinacoteca, largamente atesorado.

Y en polvo te convertirás

El problema se anuncia en 1843. Al año siguiente, el 28 de marzo de 1844 el director del museo escribe al director general de Artillería y le solicita la retirada, con la máxima urgencia, de la pólvora almacenada, porque considera que existe riesgo de explosión, lo que causaría la total destrucción del Prado. Simultáneamente, se informa a la Intendencia y se pide la protección de la Real Casa para que haga retractarse a Capitanía de la ubicación del polvorín junto al museo.

En la carta al capitán general de Madrid, Evaristo San Miguel, de 7 de junio de 1844, el director del Prado le informa de que existen en ese momento no menos de 6.000 arrobas de pólvora en el cuartel. «En caso de explosión y desquiciamiento de las claves de sus arcos y empuje de la fábrica de sus cimientos, se haría inevitable un pronto y total hundimiento, pereciendo así uno de los más bellos edificios de España, y con él el más preciado tesoro de cuadros clásicos que exista en el mundo», dice Madrazo textualmente.

Pero la rápida respuesta de San Miguel, el 8 de junio, lo fue por no dejar lugar a dudas sobre la conveniencia de su decisión: «He elegido tal edificio dentro de la ciudad, por estar más seguro que fuera, donde no puedo, en las actuales circunstancias tener la pólvora. Son estos males imposibles de evitar y yo lo lamento como el que más lo siente». Muy claro y lacónico mensaje que debió ensombrecer al entonces director, harto cuidadoso con los estallidos, aunque de ira fuesen en aquellos días.

García Monsalve señala cómo cuesta trabajo entender, desde la perspectiva actual, una medida como ésta. Si el polvorín no llegó a estallar, como veremos, se debió a la Providencia, o bien al incansable «ángel de la guarda» de nuestra pinacoteca, cuya intuida presencia ha permitido que llegase hasta nosotros el maravilloso legado artístico del Prado.

El Ministerio de la Guerra elaboró un informe tras la petición de Madrazo, el cual, una vez concluido, se vio adornado con el reconocimiento, por parte de la autoridad militar, de que, en el Cuartel de San Jerónimo «se elaboran cartuchos y un leve descuido puede comprometer la existencia de (os cuantiosos intereses artísticos que contiene el establecimiento». Es decir que, al peligro del almacenamiento, se unía el riesgo de la fabricación de munición.

La Intendencia propuso la construcción de un barracón con destino a fuegos artificiales en el denominado Sitio del Sese. La resolución del ministro termina diciendo: «Se ha servido resolver se proceda por ahora a la construcciópn del barracón en el Sitio de Sese».

Parecía que el problema iba a hallar enmienda... Desgraciadamente, no fue así. Aún en 1849, la Secretaría de Cámara de la Real Casa y Patrimonio comunica al museo que reclame nuevamente el traslado, que aún se retrasaría...

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