Adrien, el hermano perdido de Raymond Aron

El primogénito de la familia del famoso politólogo, un hombre frívolo durante su juventud, sufrió las gravísimas secuelas que le causó, como judío, la Segunda Guerra Mundial

Silvia Nieto

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Adrien Aron (1902-1969), hermano del filósofo, politólogo y periodista Raymond Aron (1905-1983), destacado miembro de la Resistencia y mano derecha de Charles de Gaulle , vive, en los años sesenta, una vejez rodeada de sellos: la filatelia, que le ha absorbido durante su exilio en Suiza, ocupa su tiempo, acaparando una inteligencia entregada siempre a lo ocioso, pero no a lo marginal; después de 1945, el prometedor jugador de tenis y bridge ha mutado en coleccionista solitario, enemigo discreto de un sociedad que evita, en París, desde su piso de la céntrica rue Marignan. Mordido por el escepticismo, cínico, el anciano reniega de la «comedia humana» que ha conocido en su juventud. «En la primera página de mis recuerdos —reflexiona, en sus «Memorias», Raymond Aron—, Adrien se impone mientras dejo correr mi pluma . ¿Por qué él, que no ocupó ningún lugar en mi existencia, ni entre el fin de mis estudios y la guerra ni mi regreso de Inglaterra en 1944, hasta su muerte en 1969?».

Léon Adrien Aron llega al mundo el 19 de abril de 1902, hijo del matrimonio formado por Gustave Émile Aron, de 31 años, profesor de la Facultad de Derecho, y de Hélène Lucie Marguerite Suzanne Lévy, de 25, sin profesión, vecinos ambos de la rue Notre-Dame-des-Champs de París. El judaísmo, impreso en sus apellidos, no define la identidad de esta familia francesa, laica y burguesa, y a la que pronto se suman dos niños más: Robert (1903) y Raymond (1905), que es el benjamín. «Mimado, aunque no mucho más que los otros —dice Raymond, con cierto reproche—, Adrien quizá hubiera seguido otro camino si mis padres—mi madre llorando y mi padre justificando ante sí mismo su debilidad—, no le hubiesen proporcionado durante tanto tiempo los medios para vivir a su gusto sin trabajar, gozando de todas las comodidades».

El «caimán»

Adrien Aron jugando al tenis en 1927 BNF

Dotado de una buena cabeza, Adrien crece ajeno al esfuerzo. Su carácter individualista, poco amigo de la solidaridad, le libra de la losa que Raymond carga sobre sus hombros: la de resarcir al padre, hundido en la insignificancia, mediante el éxito académico. El hermano mayor se entrega a sus caprichos, eligiendo un camino marcado por el tenis y el bridge. En 1927, con 25 años, su nombre ya aparece en «Le Miroir des Sports», un semanario deportivo que describe, en una crónica, su estilo de juego: «...Aron, una auténtica máquina en devolver la bala, caimán de la peor especie, acaba de lograr un triunfo bastante inusual, venciendo sucesivamente, en Deauville, a los dos finalistas europeos de la Copa Davis». Es la época de los «cuatro mosqueteros», cuando Henri Lacoste, Henri Coechet, Jacques Brugnon y Jean Borotra suben a los altares al tenis francés.

Entre raquetas y cartas, Adrien vive la parte de su juventud que recuerda «con satisfacción». «Por ese entonces —explica Raymond— [Adrien] conducía un Lancia (...) elegante, frecuentaba los círculos adinerados de los clubes de tenis y de juego. Encarnaba a la perfección al sibarita, un tipo de hombre que mi yo filosófico despreciaba y al que tal vez una parte de mí mismo (...) admiraba o envidiaba». No es hasta la década siguiente cuando una tragedia atenta contra el carácter frívolo de su hermano: «En 1934, cuando murió mi padre, los tres lloramos ante su cadáver (...) y él [Adrien] nos preguntó a Robert y a mí: "¿Soy culpable?". Mi padre había perdido toda su fortuna en 1929, en el hundimiento de la Bolsa. Adrien era el único de nosotros tres que disponía de dinero para ayudar a nuestros padres. Yo se lo sugerí, y me respondió que su lujo aparente obedecía a las obligaciones de su modo de vida». Tras esa pérdida, la Segunda Guerra Mundial le propina el golpe de gracia.

El hijo del editor

Jean Fayard en una fotografía de 1931 BNF

Aunque poco amigo del trabajo, Adrien decide intelectualizar su afición por el bridge en 1937. Ese año, junto a Jean Fayard, hijo del importante editor Arthème Fayard, publica un libro titulado «El arte del bridge», una obra que recibe alguna atención en la prensa de la época. Ese trabajo, realizado solo dos años antes del inicio de la guerra, resulta llamativo por un motivo, por una sospecha que se desliza de las «Memorias» de Raymond: «[Para Adrien], la derrota de Francia puso fin a su juventud. De golpe se encontró con que él también era judío (...) Hasta donde sus palabras en la cama del hospital me permiten reconstruir sus experiencias, se sintió sorprendido, disgustado por la indeferencia hacia la suerte de los judíos (indiferencia en el mejor de los casos) que manifestaron sus compañeros de deporte o de diversiones». ¿Es Fayard uno de ellos? Lo cierto es que el joven, muy ligado al partido ultranacionalista y antisemita Acción Francesa, tiene una biografía singular.

La revista «La vie parisienne» describe a Fayard, en diciembre de 1931, como un «francés de buen tipo», deportista, dotado de una «mirada astuta, un rostro cándido y un cuerpo de atleta inglés». El joven acaba de ganar el afamado Premio Goncourt por su novela «Mal d'amour», acaparando la atención de la prensa y suscitando, también, cierta polémica. Así lo demuestra «L'Oeil de Paris», que le tilda de «gentil autorcito de novelas amables sin gran importancia», más que probable dueño del galardón por los «medios publicitarios excepcionales» puestos a su disposición; en concreto, por la influencia que el periodista Léon Daudet, uno de los líderes de Acción Francesa, ha tenido en su entrega.

Junto a Charles Maurras, Henri Vaugeois y Maurice Pujo, Daudet había fundado el diario «L'Action Française» en 1908, dedicado a promocionar los ideales ultranacionalistas y antisemitas del partido del mismo nombre. En varios artículos, como en uno de abril de 1936, el periodista cita, con aprobación y entusiasmo, a Jean Fayard, que por entonces trabaja en «Candide», un periódico de su padre. Dos años antes, en un medio de izquierdas, «Commune», se ha afirmado lo siguiente: «Por su hijo Jean Fayard, al que ha ofrecido estudios en Oxford y el Premio Goncourt, el editor [Arthème] Fayard está estrechamente ligado a los medios de la Acción Francesa. "Candide" es hoy la auténtica tribuna pública de Daudet y de sus más cercanos colaboradores». Precisamente, es allí donde Fayard califica a Hitler, en octubre de 1937, de «profeta», de hombre «apasionadamente enamorado del pueblo alemán, de la idea germánica que parece encarnar, como alguno de los héroes de Wagner».

Las dos guerras

Raymando Aron, fumando en pipa, en 1947 ARCHIVO ABC

La suerte de Adrien, Raymond y Jean es, como prueban las fuentes, muy distinta tras la Ocupación. En un documento de octubre de 1948, depositado en los Archivos Nacionales de Francia, Raymond Aron explica a una tal señorita Granet, mecanógrafa encargada de redactar el texto, cómo huyó al Reino Unido tras el armisticio entre la Alemania nazi y Francia en junio de 1939. Entre las causas de su marcha, destaca una: «Piensa (es israelita) que las leyes sobre los judíos no tardarán en ser promulgadas y que, en caso de que contemplen excepciones, le sería desagrable disfrutar de leyes preferentes si todos los otros judíos no son considerados ciudadanos franceses. Sabe, por otra parte, que como filósofo, como demócrata conocido, antinazi notorio, habiendo residido en Alemania y escrito contra la mística nazi (...) se arriesga a ser vigilado, arrestado». Fayard, por su parte, tomó un camino distinto. Primero desplazado a Londres, regresa, al poco tiempo, al París ocupado. Allí se pone al frente de sus negocios editoriales, como demuestra un artículo publicado en el diario «Le Journal» de octubre de 1943. En la posguerra, sigue trabajando como periodista, pero para «Le Figaro».

Adrien también huye. Según detalla Raymond en sus «Memorias», el tenista cambia, al principio de la Ocupación, París por Cannes, exiliándose luego a Suiza, donde empieza su idilio con la filatelia. Acabada la guerra, regresa a Francia, para morir, en diciembre de 1969, en la capital. Sus últimos días, recordados por su hermano pequeño, transcurren «sin miedo al fin», esperando a la muerte «con su habitual manera de ser, sin sombra aparente de miedo, más bien con impaciencia (...) hizo frente al desenlace fiel a sí mismo, sin examen de conciencia, con una suerte de balance desapegado, objetivo, de sus sesenta y ocho años».

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