La cara oculta de EE.UU: Ratas en las casas y el blanquito en la Luna

Con la moral del país en horas bajas, una reseñable parte de la opinión pública veía inmoral gastar tanto dinero con el aluzinaje

Estibadores negros encabezan una manifestación en San Francisco (California, EE.UU.) contra la guerra de Vietnam, dos años antes del lanzamiento del Apolo 11 PETER STACKPOLEX / Vídeo: Así anticipó John F. Kennedy el viaje histórico de EEUU a la Luna
César Cervera

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Como parte del programa del Apolo 11, Armstrong y Aldrin se adiestraron en un remoto desierto de aspecto lunar habitado por varias comunidades de nativos americanos. Una historia (o leyenda) cuenta que un jefe indio, cuya tribu creía que los espíritus habitaban en la Luna, pidió a los astronautas que si se topaban con alguien en su viaje le transmitieran un mensaje en su lengua . El anciano se negó a traducir su significado por ser un secreto dirigido a esos seres celestes, de modo que solo tiempo después supieron, por un traductor, que la frase que habían aprendido de memoria decía: «No os creáis ni una palabra de lo que esta gente os diga. Han venido para robaros vuestras tierras».

La llegada del hombre a la Luna fue celebrada por los estadounidenses como el mayor hito desde el Descubrimiento de Colón o la llegada del Mayflower. Pero, ¿por todos los estadounidenses? No, varias minorías raciales y movimientos en defensa de los derechos civiles protestaron al apreciar aquel esfuerzo económico como algo inmoral . Entre 1959 y 1973, la NASA destinó 23.600 millones de dólares para ir la Luna , lo cual no incluía los costes de infraestructuras y los programas previos que condujeron a ese nivel tecnológico. La cifra equivaldría hoy a 105.700 millones de euros, algo menos de la décima parte del PIB de España. Hacia 1963, de cada tres dólares que el Gobierno gastaba en ciencia e investigación, uno iba para gasto militar, otro para la NASA y otro para todo lo demás, incluyendo investigaciones médicas. Por supuesto, no todos estaban satisfechos con aquel reparto.

Si la Luna hubiera estado hecha realmente de queso Gruyère, el cantante Gil Scott-Heron hubiera pedido que los astronautas cargaran unos cuantos kilos para alimentar a los hambrientos suburbios de EE.UU . Este poeta y cantante, precursor del rap, recogió en su tema «Whitey On The Moon» («Blanquito en la Luna») la indiferencia con la que parte del país veía aquel dispendio. La letra de la canción de dos minutos (uno y medio si se descuenta la irónica introducción) expone los problemas cotidianos a los que debía enfrentarse el americano medio -la presencia de plagas en las calles, la factura del médico o la subida del alquiler- seguidos del vacuo consuelo de que, al menos, «el blanquito está en la Luna».

Cuando se clavó la bandera estadounidense en la superficie lunar, veinticuatro millones de un total de 200 millones americanos vivían aún por debajo del umbral de la pobreza. El historiador Joseph M. Thompson, que dedicó un estudio a la canción, destaca que los barrios más humildes de ciudades como Nueva York estaban infestados de ratas, un problema agravado por la corrupción de los servicios de recogida de basuras vinculados a la Mafia y por las huelgas de los trabajadores municipales.

Nacido en Chicago pero residente en el Bronx de Nueva York, Scott-Heron contó en su día a «L.A. Record» que su madre y él concibieron la canción mientras veían por televisión el alunizaje y conversaban sobre la gran cantidad de dinero que había costado aquel «pequeño paso para hombre». El intelectual y artista estadounidense, fallecido en 2011, entendía el Apollo 11 y, en general, la carrera especial con los soviéticos como una distracción mediática «para mantener a raya la presión y la revuelta en América». Opinión que compartían grupos radicales como los Panteras Negras, cuyo «ministro» Eldridge Cleaver se refirió al alunizaje como un «flying circus» (término que sirve para describir a un grupo de acróbatas). Coincidiendo con el lanzamiento del Apolo 11, un vecino de Harlem proclamó en antena: «En lo que a mí respecta, el dinero que han gastado para llegar a la Luna se podría haber utilizado para alimentar a los pobres de Harlem y de todo el país. Qué más da la Luna, consigamos algo de ese dinero para aquí».

Aunque la idealización de aquel viaje espacial haya suavizado la memoria colectiva, muchos datos apuntan a que la postura de Gil Scott-Heron, autor de otro clásico como «The Revolution Will Not Be Televised», no era tan marginal como hoy en día pueda parecer. En el libro «No Requiem for the Space Age», el historiador Matthew D. Tribbe recuerda que en 1970, solo un año después de la misión de Armstrong, la mayoría de estadounidenses no recordaba el nombre de ningún astronauta y que en el país crecían las críticas contra el papel de la ciencia y la tecnología vinculadas a uso militar y propagandístico. «La NASA puede haber sido inofensiva, pero tuvo la mala suerte de promoverse como el siguiente paso lógico en el progreso en un momento en que el propio significado de «progreso» estaba inmerso en la polémica», señala D. Tribbe en su estudio. A lo largo de los años 60, las encuestas reflejaban que entre el 55 y un 60 por ciento de los estadounidenses pensaba que el esfuerzo no merecía la pena.

La turbulenta situación política no invitaba a construir castillos en el aire. Si en 1962 el discurso de John F. Kennedy «We choose to go the Moon» («Elegimos ir a la Luna») había hinchado los corazones de millones de norteamericanos, siete años después la autoestima del país vivía horas bajas. El presidente había sido asesinado, al igual que el defensor de los derechos civiles Martin Luther King, gobernaba alguien tan polémico como Richard Nixon y la Guerra de Vietnam repatriaba a decenas de cadáveres al día. Aunque las manifestaciones en contra del conflicto comenzaron casi desde el comienzo de la intervención, a partir de la Ofensiva del Tet (1968), con la muerte de 14.000 soldados, se produjo un derrumbe en la moral de todo el pueblo estadounidense.

A estas protestas, se sumaban las habituales en esa década del movimiento de segregación racial. El día previo al lanzamiento del Apolo 11, medio millar de activistas se plantó en las puertas del Centro Espacial Kennedy , en Cabo Cañaveral, con carros tirados por mulas. Cuando repitieron la protesta con el Apolo 14, un líder resumió el problema: «América envía a vagos chicos blancos porque lo único que hacen es mirar rocas. Si hubiera trabajo que hacer, mandarían a negros». De los doce astronautas que pisaron la Luna, desde 1969 a 1972 , la totalidad eran varones blancos, en su mayoría de origen anglosajón y protestante. El piloto negro Ed Dwight fue descartado en la última fase de selección por razones nunca aclaradas, a pesar del vivo interés del fiscal general Bobby Kennedy de incluirlo en la misión. Hubo que esperar a 1983 para que Guion Bluford se convirtiera en el primer afroamericano en visitar el espacio a bordo del Challenger.

Tampoco la intelectualidad y el mundo de la ciencia cerraron filas ante la gesta. Hubo tantas voces fascinadas con el viejo sueño de Julio Verne como escritores e intelectuales que mostraron su descontento. Todo un Nobel de Física como Max Born calificó el programa como un «triunfo del intelecto, pero un trágico fracaso de la razón». El físico nuclear Leo Szilard también se oponía a los viajes espaciales: «Es inmoral competir con los rusos para llegar a la Luna y permitir que nuestros ancianos vivan con casi nada». Desde el mundo de la cultura, el escritor de ciencia ficción Stanislaw Lem cuestionó que el ser humano tuviera necesidad de otros mundos sin haber terminado en el suyo las tareas pendientes: «No sabemos qué hacer con otros mundos. Un solo mundo, el nuestro, nos basta; pero no podemos aceptarlo por lo que es». El novelista y ensayista Norman Mailer definió el proyecto como «el más profundo de los actos nihilistas, porque no sabemos por qué lo hacemos».

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