Vacaciones en Paz: un viaje desde el inhóspito desierto a la Bahía de Cádiz
La asociación portuense Amal Esperanza retoma, tras dos años de parón por la pandemia, el programa que junto con la Federación Al Huriya llevan organizando desde hace ya casi treinta años: Vacaciones en Paz. Nuevamente, las familias gaditanas abrirán sus hogares para acoger a menores que han nacido y viven en el desierto, en los campamentos de refugiados de Tinduf (Argelia) para que durante julio y agosto estos pequeños vuelvan a ser niños con una vida normal.
«Durante esos meses, en casa se compran kilos y kilos de frutas de todo tipo y muchísimo pescado. En los campamentos comen mucho arroz y legumbres pero hay otros alimentos que casi no consumen. La alimentación es muy básica y viven de la ayuda humanitaria. Otro de los objetivos de Vacaciones en Paz es cuidar de la salud de los menores y detectar enfermedades que son difíciles de diagnosticar cuando el acceso a recursos tan básicos como el agua potable o la electricidad son un lujo. «Aquí se les hacen revisiones médicas, oftalmológicas, dentales, analíticas...», repasa Cristóbal, un gaditano implicado en la asociación Amal desde 2014 y reincidente en la acogida de refugiados saharauis.
Vacaciones en Paz es una experiencia enriquecedora para las dos partes porque «te cambia». Las familias reconocen que al principio pesa «un poco» la responsabilidad de tener un menor a tu cargo y el hándicap del idioma pero siempre se cuenta con el respaldo de los monitores y de la asociación para superar, si es que surgiera, cualquier problema de adaptación. No hay que olvidar que el niño también puede tener inseguridades al tener que encarar un entorno nuevo sin contar con el apoyo de sus padres que se encuentran a miles de kilómetros. Sin embargo, todo fluye cuando ambas partes se encuentran porque ya no importa el idioma porque se habla con la mirada, con los gestos, con el corazón. «Es que ellos son esponjas y en una semana ya están chapurreando español. Es admirable lo rápido que aprenden y lo fuertes que son». También son singulares algunas de las anécdotas que se producen cuando se cambia el entorno de vida del niño de un modo tan radical. «Hay que tener mucho cuidado en la playa porque nunca han visto el mar y no saben nadar ni que es peligroso. Yo les llevo a clases para que aprendan y el monitor siempre se alarma porque cuando entran en la piscina se van al fondo, caen a plomo, porque no saben flotar ni patalear. Es curioso ver cómo les sorprenden los cajeros automáticos, el aire acondicionado y descubrir sus reacciones cuando suben por primera vez en un ascensor o se asoman desde un séptimo piso. Ellos viven en jaimas o en casas bajas de adobe. Tienen acceso al agua durante un tiempo limitado un día o dos a la semana por eso les maravilla abrir el grifo y que el agua fluya siempre, en cualquier momento».
Un conflicto latente
Otro de los objetivos es dar visibilidad a la situación en la que vive el pueblo saharaui después de más de 40 años de exilio. «Es llamativo que hace años venían muchos más niños. El programa languidece y no se debe permitir. En el año anterior a la pandemia, conseguimos traer 185 niños a la provincia. Ahora no alcanzamos el medio centenar cuando el problema sigue igual de vivo». Y es que mientras la guerra en Ucrania se retransmite en directo, el conflicto del Sáhara discurre acallado desde hace 47 años pero cobrando su peaje de muertos y apátridas. Refugiados que se aferran a la arena y que resisten casi sin recursos porque su tierra es una franja de terreno codiciada por su riqueza en recursos naturales y su estratégica ubicación con acceso a los fértiles caladeros del litoral atlántico. «Cuando llega una persona para inscribirse en el programa además de valorar si es adecuada y cumple con los criterios, también se le explica de dónde vienen estos niños, por qué vienen. Para que sepan que su acto solidario está vinculado a un problema político que persistirá mientras no se permita un referéndum de autodeterminación y vivir en su tierra», reflexiona.