María Sevillano: Una vida entre recuerdos y sumas en San Fernando
Por las calles de San Fernando, entre los recuerdos del campo y los ratitos compartidos, vive María Sevillano González. Casi centenaria, lúcida, risueña y con una mirada tan viva como sus historias, esta mujer nacida en febrero de 1927 guarda en su memoria un siglo de vida y ternura.
En su casa, los martes son especiales. No solo porque huele a pasado y cariño, sino porque recibe a su tocaya y amiga, María Gil, voluntaria de Cruz Roja, con quien charla, comparte anécdotas y hace cuentas. Sí, cuentas. Porque a María le encantan las matemáticas, una forma de mantener ágil la mente, pero también el alma.
Esta mujer extraordinaria habla con pausa y dulzura. Cada palabra es como un sorbo de memoria. Su rostro, de piel nívea y casi sin arrugas, se transforman cuando sonríe. Y lo hace mucho. María es de conversación fácil, de esas personas que se crecen en la palabra. Le encanta hablar: en la peluquería, con los vecinos o con quien se le cruce por el camino. «Me gusta la gente. Soy muy charlata», reconoce entre risas.
Su infancia transcurrió en el campo, en Paterna, en la Sierra de Cádiz. Fue una niña fuerte, decidida y madrugadora. Se crió entre animales y mandados. Le decían “María la lechera”, porque montaba su yegua blanca y salía sola a vender leche por el pueblo, incluso a la hija del médico. «No sé cómo podía hacer esas cosas», dice aún sorprendida, recordando cómo recorría caminos para entregar los encargos de su madre.
Con los años, dejó atrás la vida del rancho para trabajar en Cádiz. Allí sirvió en casa del ilustre escritor José María Pemán. «Servía en el comedor, quitaba la mesa, limpiaba... En aquella casa todo se hacía con una educación exquisita», recuerda con orgullo.
Dejó atrás la Sierra porque su padre —campesino de los de antes, con faja negra y cartera repleta de tratos— vendió el ganado y traspasó el rancho. María no lo olvida. Ni al campo, ni a los animales, ni al trillo en el que le encantaba montarse de niña cuando su padre trillaba el trigo. «Tenía cochinos, cabras, bestias, vacas… para el trabajo. Y yo era feliz en ese mundo», cuenta con nostalgia. Una de las historias que más le emocionan es la de una becerra huérfana que crió con leche de cabra y que la seguía por toda la finca. «Me lamía con la lengua rasposa y venía hasta el dormitorio para verme… Sufrí mucho cuando la vendieron», confiesa mientras se le humedecen los ojos.
Desde hace más de cuatro años, cada martes suena el timbre y aparece María Gil, voluntaria de Cruz Roja y colaboradora del programa de Atención Integral a Personas con Enfermedades Avanzadas, una iniciativa que comenzó en 2008 con el apoyo del Ministerio de Sanidad y Fundación ‘La Caixa’ y que ha atendido a más de 750.000 personas.
Esa visita se ha convertido en una cita imprescindible. «Es un día señalado y me pongo muy contenta. Estos ratitos me gustan mucho y sobre todo lo que más me gusta son las cuentas», explica con entusiasmo. A María le apasionan las matemáticas. Las hace con su amiga para no perder agilidad mental. «Porque no me gusta perder el ritmo de la mente», dice. Y lo dice con firmeza. Como si sumar y restar fuera su propio modo de luchar contra el olvido. «Estas visitas las valoro mucho, mucho, mucho… porque es un tiempo que os quitáis a vosotros para darlo a los demás a cambio de nada», dice sobre la labor de los voluntarios.
El vínculo que se ha creado entre ambas es mucho más que compañía ocasional. Representa el verdadero sentido del voluntariado: estar, escuchar, compartir. «Ya es como si fuera de la familia», confiesa María, quien valora estos gestos sencillos pero profundos. Para muchas personas mayores, una visita como esta es el ancla emocional que les recuerda que aún importan, que su historia sigue viva y tiene eco en los demás. Ahora María Gil ya no es solo una voluntaria. Es una más de la familia porque ahora son «compañeras del alma».
María sigue encontrando belleza en las pequeñas cosas. Le gusta ver Juan y Medio por las tardes y First Dates por las noches. Le hacen gracia las historias de amor ajenas. Y en la cocina, añora un plato que hacía su madre: castañas con habichuelas. Una receta antigua, exquisita, aunque laboriosa. Otro de sus pasatiempos es su perrita, con la que comparte su día a día desde hace ocho años. «Si no fuera por ella, no sé lo que haría. No habla, pero nos comprendemos con miradas».
A sus 98 años, María Sevillano no solo recuerda con claridad; también ilumina con sus palabras. Es una historia viva de la Sierra gaditana, de la dignidad del trabajo, de la ternura de los vínculos y de la importancia de la compañía. «Claro que sí deberían tener compañía las personas mayores. Hay muchas que están muy solas, y esto les vendría muy bien», sentencia con la sabiduría de quien lo ha vivido todo.
Y así, cada martes, entre cuentas y sonrisas, María sigue sumando vida. Porque hay personas que no necesitan cumplir cien años para ser eternas.