Flamenco | Jerez

Adiós al otro 'Majareta' del cante

Jerez despide a El Torta, cima de la larga estirpe de los Moneo, que murió el último día del año en su casa de Sanlúcar a los 61 años de edad

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A las tres de la mañana, esa hora en la que tantas veces se perdió por tabancos y tugurios malbaratando su cante de dioses entre crápulas, harto ya de maltratarse, Juan Moneo Lara, la cima de una legendaria estirpe cantaora de la Plazuela de Jerez, calló sus metales mohosos para siempre. La última noche del año trece. Cumpliendo los cánones de su mito: sin esquela, porque ayer no hubo periódicos. La historia volandera del Torta, ese aladino sin lámpara que vagó por todos los infiernos mientras le ponía una cúpula al cante, tenía que escribirse así. En el aire. Sin pluma ni tintero. Y en su mejor momento. Estaba mejor que nunca y esa fue su muerte. No supo adaptarse a la normalidad. Fuera de todos los peligros que siempre acechó, su corazón se paró a su hora de siempre, las tres de la mañana, en su casa de Sanlúcar de Barrameda, desembocadura vital de un hombre siempre agonizante que intentó vencer a sus tormentos y perdió justo cuando dejó de alternar con ellos. Su mujer, Almudena, se acostó. Él le dijo que iría a la cama en un rato, en cuanto se le pasara el asma que tenía y que estaba intentando sofocar con un ventolín. Pero nunca volvió. Fue hallado en pijama, sentado en el sofá del salón, con el medicamento en la mano y el rostro esculpiendo su última queja. Tenía 61 años y había vivido siete vidas. Allí dejó, sentado como un pope del cante, una forma de entender la jondura que no se puede explicar. El Torta fue un gitano bohemio que heredó sin darse cuenta la locura de Manuel Torre, se hizo todo el daño que pudo para poder herir a los demás cantando, y halló el camino inescrutable de la emoción. Grabó pocos discos en solitario, pero colaboró en muchos. Porque fue tan dañino para sí mismo como generoso con los demás. Por eso El Torta era indiscutiblemente considerado uno de los grandes genios del cante de hoy. Porque tenía la capacidad de cantar desastrosamente y al instante siguiente conmover hasta a las estatuas de mármol. Y nunca buscó más que lo que necesitaba para su cuerpo. Una vez, en la Fiesta de la Bulería de Jerez, se subió al escenario con el contrato en la mano. Antes de empezar a cantar, dijo que su cante valía un dinero, aunque sus espantadas lo rebajaran de precio, y que allí no querían pagárselo. Así que rompió el contrato sobre las tablas, lo tiró al suelo, lo pisó, y le dijo a Moraíto que le diera por bulerías. Cantó su histórica letra callejera, su trágica autobiografía: «En mi barrio conocí / a una mala compañera / que se llamaba heroína / y no puedo apartarme de ella». La plaza de toros de Jerez se vino abajo porque aquel hombre estaba cantando con sangre en las encías. Su verdad. Con un soniquete nuevo. Y reconociendo su error: «Siempre estoy tirado en la calle, / en los bares y en las esquinas, / cambio mi vida por la muerte / por la maldita heroína». Él mismo se hacía las letras. Contaba que no las había compuesto, sino que las había vivido y trasnochado. Por eso era tan difícil verlo en los circuitos oficiales del flamenco. Había que buscarlo en su ambiente, ganándose la vida por las peñas para luego despeñarse al alba. Y aún así, todos los grandes lo mentaron como uno de los genios fundamentales. Tuvo seguidores silenciosos a manojos. Gente que hacía los kilómetros que hicieran falta para verlo. Y que soportó cientos de espantadas y desplantes sólo para poder escucharle uno de esos quejidos en los que el gitano guardaba toda la historia del cante.

Últimamente se había profesionalizado más gracias a su proceso de desintoxicación, en el que el Moneo se había dejado el pellejo. Eso le permitió recuperar su vieja senda de triunfos, como cuando ganó el segundo premio del Concurso de Mairena en los setenta. El de la calle Acebuche, epicentro de los ayeos del barrio de San Miguel, formaba parte del espectáculo 'VORS (Very old rare sherry)', junto con todos los grandes ecos vivos de Jerez: su hermano Manuel Moneo, Agujetas, Fernando de la Morena, Luis el Zambo... Cantó en el Teatro Central de Sevilla el pasado mes de octubre como maestro invitado del joven Jesús Méndez, uno de sus tantos admiradores. Y luego montó un espectáculo con el grupo Mixtolobo que dirige el guitarrista de su tierra Juan Diego. Iba a cantar en el Festival de Jerez y en la Bienal. Estaba buscando su sitio en la cúspide y los programadores se lo rifaban para los grandes festivales del mundo. Y entonces se le paró el corazón en las últimas horas del año de los bajíos. Así que ahora su voz ocre y de coágulos sólo podrá seguir latiendo en sus discos, sobre todo en 'Luna mora' y 'Colores morenos', dos referencias ineludibles de su austera grandilocuencia.

Por eso ayer a las cuatro de la tarde se acabó el vino en Jerez. Fue todo el mundo a llevarlo al cementerio, donde ya descansa a la vera de Moraíto, el gitano que siempre le acompañó en su sinvivir y que ahora le arropará también en el mano a mano que la historia les depara con el Pica, inventando letras de noches sin fin y cuerpos sin límite para meterlas por soleá de Frijones, o por seguiriyas del Majareta Manuel Torre, o por bulerías de la Plazuela, en la botella de solera que nos vamos a seguir bebiendo los aficionados en su memoria. Como dicen los que saben de vino en Jerez para explicar los caldos majestuosos, El Torta no fue creado en serie, sino que sucedió sin que se sepa cómo. Por eso ese vino será un recuerdo eterno en los paladares. Porque aunque intenten fabricarlo, como el de esa bota no habrá otro.