MAR ADENTRO

Cádiz, garantía de calidad

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Más heroica que Lola La Piconera resulta la Unión de Comerciantes de Cádiz (UCC) que intenta a porfía dignificar y pregonar el comercio de la capital cuando las barajas del cierre de los establecimientos empiezan a resultar un bramido estridente: aquí la crisis se llama liquidación y traspaso, puertas cerradas, vámonos que nos vamos, cambio de actividad o rebajas fuera de temporada. Dicha asociación de comerciantes ha presentado ya su nuevo reclamo bajo el santo y seña de Comercio de Calidad o Comercio de Cádiz, con la silueta en colorines del Campo del Sur con la Catedral en el centro y un sol naciente que no pretende aludir en manera alguna a Japón sino a la confianza «en el resurgir de nuestros comercios», esa especie de sebastianismo tan nuestro, que recuerda a esa melancólica tendencia de los portugueses en que más temprano que tarde retorne por las playas de Sintra el rey don Sebastián, muerto cuatrocientos años atrás en la batalla de los Tres Reyes.

Resulta significativo que sea la catedral, en ésta y en otras campañas publicitarias, la que simbolice la calidad de Cádiz. Será como una metáfora de su mal de piedra, que parece contagiarse a la ciudad toda, con sus expectativas de futuro desmoronándose poro a poro o siempre en espera de una red de contención que evite que cualquier pedrusco termine sacando a pasear a los ilustres difuntos de su cripta.

O será tal vez por el hecho de que la Catedral define más que nunca a esta ciudad inacabada, a expensas a menudo de un nuevo proyecto faraónico que le brinde cuartelillo o un balón de oxígeno a su depauperada economía, en espera siempre de una carga de trabajo que nos alivie el paro y nos permita llegar a fin de mes o a fin de año, según los casos, en lugar de apostar por horizontes de futuro mucho más sólidos lo que no sólo beneficiaría a los comercios, porque crearía un empleo estable, sino al resto del personal, porque pasaría a constituir eso que los expertos llaman un mercado en vez de lo que la costumbre denomina como eternos receptores de subsidios.

Es cierto que Cádiz es como su Catedral: un trimilenario quiero y no puedo, pendiente más de la gloria del pasado que de las penas del presente. Una fachada hermosa expuesta al levante o a cualquier chiringuito que le monten alrededor, ya sean carpas de bancos o plataformas para conciertos de Joan Manuel Serrat o de Mónica Naranjo.

Ojalá suenen desde sus torres, de un momento a otro, redobles de campanas y que Cádiz sea, como llevan augurando inútilmente desde hace mucho los paneles publicitarios y las cuñas radiofónicas, Capital del Comercio, para que no se vayan los turistas con las manos tan vacías como el cántaro de la lechera en que la historia parece habernos convertido a los habitantes de esta ciudad con su entrañable corazón de mercería y montañés, a la que de tarde en tarde le vendieron motos imposibles pero a la que nadie compra su voluntad de salir de ese largo bache que nos lleva al siglo XVIII. Más nos vale que se meta prisa en despabilar esa sociedad civil que empieza a despertar y de la que forma parte la Unión de Comerciantes y el resto de sus emprendedores, esos nuevos tenderos de internet, de boutique de diseño o los veteranos del babi gris y del lápiz en la oreja. Lo mismo, de pronto, nos encontramos que volvemos a los tiempos de la Carrera de Indias, terminamos la catedral y vuelven los genoveses. Igual se pasan por nuestras tiendas y nos piden que le apuntemos en cuenta cuarto y mitad de porvenir y una madeja de confianza para valernos por nosotros mismos y no esperar que caiga el maná del cielo como si fueran voladizos de una catedral o de una ciudad enfermas.