Frascuelo anduvo falto de facultades en su terna. / EFE
MADRID

Tres buenos 'adolfos'

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L a corrida de Adolfo Martín salió muy desigual, pero dio tres toros de buen juego: un noble primero terciado y veleto que se frenaba un poco pero pasaba; un tercero de aire algo felino que se echó para atrás en el caballo y, luego, algo tardo, metió la cara; y un cuarto de hermoso porte, remangado pero no incómodo, de pobre empleo en el caballo pero de notable condición en la muleta. Frascuelo estuvo en renuncio prácticamente desde el primer embroque con el noble toro que rompió plaza y hasta la hora de despachar con sabio golpe de descabello a ese cuarto de tan buen aire. No porque no se entendiera con los toros, pues dio la impresión de verlos muy claramente, sino porque no le dieron las piernas, ni el corazón ni el fuelle. El contrapeso de la sabiduría en los toreros veteranos es un lastre insuperable: sin reflejos, Frascuelo no se sintió cómodo con esa por norma incómoda codicia del toro de estilo y fondo asaltillado, que predomina en la ganadería de Adolfo Martín.

El primero, encastadito, se acabó revolviendo, se frenaba si no venía empapado y, como tantos albaserradas de origen, fue un puntito andarín. El castigo en el caballo pareció excesivo: tres varas. Para el toro de menos carnes de toda la feria. Tres pinchazos a toro arrancado y dos descabellos. El acierto del segundo fue proverbial: descabello a la antigua, sin encajarse el torero ni en tablas ni entre pitones, sino a la boca de la segunda raya y apuntando en diagonal.

Lo que hizo Frascuelo, como en son de desquite, fue salir a parar al cuarto en el primer galope, y encajarse cuanto pudo para sacarle los brazos y tragarle tres embestidas procelosas. Pero el cuarto lance, apretando mucho el toro, se saldó con un desarme y, por tanto, un desaire. Inerme, Frascuelo tuvo que saltar la barrera como pudo. Los toreros de su generación no sabían saltar la barrera. Y ese detalle quedó de pronto de manifiesto. Yestera le bajó los humos al toro con capotazos por la cara, Luis Carlos Aranda puso dos hermosos pares -cite, embroque y salida- y, al saludar tras el segundo de ellos, besó la montera apuntando al cielo. Era en memoria de su difunto padre, Manolillo de Valencia, recién fallecido, rehiletero excelente. Y entonces llegó el turno de lo que en un momento dado parecía el último toro que iba Frascuelo a matar en una feria de San Isidro. No se asentó Frascuelo, tampoco se escondió. Ni tiró líneas sin ton ni son. Sino que, generoso en ese punto, dejó venir al toro en ataques templados. Fue en la muleta el toro de la tarde. De otra manera, también el tercero tuvo su son y sus ataques. Tres lances buenos de saludo le pegó Javier Valverde; en el cuarto no se encontraron las partes. O por marcar Valverde el lance a destiempo, como si intentara salirse afuera, o por cruzarse el toro, que no venía humillado. Un puyazo traserísimo del tantas veces certero Paco Tapia fue un duelo para el toro, que a la salida del lanzazo se volvió con la mirada para saber quién había sido y dónde regalaban los caramelos. Buena fue la postura del toro, que se agarraba al piso pero repetía al soltarse. El puyazo trasero pasó factura.

Valverde no se acopló. Fuera de cacho, ligeros y raudos los embroques, sin tomar ni despedir del todo al toro nunca. Nada generoso el trato. Se oyó algún grito en contra del ganadero, a quien en los tendidos de sol de Madrid llaman, igual que a Victorino, por su nombre de pila: «¡Adolfo!» Para llamarle la atención. Tal vez decepcionara a los fieles que en esa primera mitad de corrida, justa de trapío, no hubiera ni una brizna de la fiereza propia del encaste. El segundo de esos tres toros, además, suelto del caballo, corretón, se fue de los engaños, pecó de falta de fijeza y, la cara arriba, fue de preocupar. Al ganadero.

Rafaelillo lo intentó convencer en corto y por abajo, y no tan en corto. Lo veía el toro si se descubría.

No fue más feliz la segunda parte de festejo. Frascuelo no anduvo. El quinto, de excelente remate, cárdeno facado, una gloria de belleza, metió la mano en el hoyo y, lastimado, ya cojo e inválido, fue devuelto. Cojo se quedó también un lustroso y bien hecho sobrero de Sepúlveda que se soltó con la divisa de Arauz. Y no sirvió para nada un acaballado segundo sobrero de Arauz de Robles que se soltó sin divisa. Y que hizo pasar en blanco a Rafaelillo este segundo turno suyo en la feria. El sexto de corrida fue el más serio de los seis de Adolfo: veleto, degollado, astifino, largo, precioso, excesivamente magro. Una larga cambiada de rodillas en el saludo extravagante de Valverde, y lances por delante que no parecía querer el toro. Otro mal paso, en el hoyo no se sabe cuántos de un ruedo minado y, en fin, la casta en apariencia aguada de toro de tanta fachada. Claudicante, frágil, lindo el son. Pero ninguna fuerza, un desparrame. Un trasteo encimista, aparatoso en apariencia de Valverde. La medicina contraindicada. Los villamelones tiraron al acabar unas cuantas almohadillas de las de plumas.